TOREO Y FLAMENCO
“He de insistir, sin ánimo de molestar a nadie, sobre el
hecho de que sea precisamente lo nuestro aquello que se nos aparece como más
misterioso e incomprensible”
Antonio
Machado, por boca de Juan de Mairena
“Muchas veces la verdadera elegancia española está en el
pueblo, y en él tenemos que buscarla los artistas”.
Luis Cernuda
“El cante, el baile, las corridas de toros españolas, son
artes mágicas del vuelo, sin huella y trazo que señalen su ruta para repetirse…,
dándonos la fórmula barroca de lo español más vivo y verdadero con su mejor y
más depurada elegancia”
José
Bergamín
“Lorca no tiene que esforzarse conscientemente en ser popular, ya que el arte popular de
Andalucía es el más sofisticado y vital de Europa”
Toreo y Flamenco. ¡Ahí es nada! Para mí, sin lugar a dudas,
las dos manifestaciones artísticas, genuinamente españolas, aunque con valor
universal, más importantes, y que han constituido materias de reflexión
estética y de creación poética de numerosos artistas, tanto españoles como no
españoles.
Tanto la una como la otra participan de un feroz
individualismo, y hacen gala así de una de las características más notables del
humanismo español. Sin embargo, se trata de manifestaciones de creación
colectiva, de fenómenos inversos al despotismo ilustrado del siglo XVIII, que
implicaba una imposición cultural de arriba abajo, y no una atracción de abajo
arriba, como ocurre en este caso.
Y en ambas es patente su origen popular. (En el caso del
toreo, está claro que me estoy refiriendo al toreo a pie). “Aquí todo lo
importante lo ha hecho el pueblo” diría Ortega y Gasset en su libro “La España
invertebrada”, y del pueblo proceden ambas.
Siempre he creído ver en su origen una visceral reacción del
pueblo español, una reivindicación de lo propio, frente al afrancesamiento
generalizado de las élites ilustradas, a lo largo del siglo XVIII, tras la
llegada de los Borbones a España. De hecho, tanto flamenco como toreo se
consolidan en el siglo XVIII.
No olvidemos que flamenco y toreo han sufrido, a lo largo
del tiempo, el desprecio, cuando no la hostilidad, de amplios sectores de la
sociedad española, incluyendo parte de los intelectuales, que nunca
entendieron, quizá porque en el fondo nada había que entender, la grandeza de
estas dos expresiones artísticas.
En efecto. No hay nada que entender en una verónica de Gitanillo de Triana o en una siguiriya
de Manuel Torre. Hay, simplemente, que tener el atrevimiento y el tipo de
sensibilidad necesaria para dejarse estremecer con los “sonidos negros” de ese
lance o de ese cante.
Esta expresión, acuñada por Federico García Lorca, corresponde
en realidad al mítico cantaor Manuel Torre, quien un día, escuchando el
Nocturno del Generalife de Manuel de Falla, le dijo al poeta granadino: “Todo
lo que tiene sonidos negros tiene duende”. Diremos de paso que Lorca se refería
a este cantaor jerezano como el hombre de mayor cultura en la sangre que había
conocido.
En este acontecimiento, por cierto, se pone de manifiesto
uno de los rasgos más característicos y diferenciadores de la cultura española,
que no es otro que la gran fascinación que lo popular ha ejercido sobre lo
culto, a lo largo de los siglos.
Hay que decir que se torea y se canta bien incorporando dos
sentires de compleja asimilación conjunta: la serenidad y el trance. El
sentimiento hunde sus más profundas raíces entre el cálculo y el espanto, entre
la precisión y el pasmo, justo en la mínima distancia que media entre el
control mental y el arrebato.
Para poder elevar una simple técnica a la categoría de un
arte vivo, deben aunarse en perfecto e infrecuente maridaje ambas cualidades:
la técnica y el sentir. No olvidemos, que según el profesor Mario Perniola, la
cultura española del siglo XX atribuye al sentir un papel fundamental en la
experiencia humana.
¿Dónde hunde sus raíces este matiz peculiar de la sensibilidad española señalado por Perniola? Siguiendo al pensador italiano, podemos afirmar que encuentran su origen en la antigua escuela filosófica del estoicismo romano, que tiene en Séneca su expresión más radical.
José Bergamín, en palabras de Francisco López Izquierdo,
supo entender con enorme agudeza la coexistencia de esos dos aspectos
contrapuestos de la sensibilidad en las remotas raíces de la cultura española.
“La referencia a los desplantes…
el ahí queda eso me parece el
paradigma del alma-hecha-gesto de los españoles”, escribe Sánchez Ferlosio. Y
quizá sean los toros y el flamenco, dos disciplinas íntimamente emparentadas en
lo relativo a la gestualidad y al lenguaje corporal, los dos últimos reductos
donde esos gestos, perdidos y en gran medida añorados, procedentes de nuestras
oscuras raíces culturales, encuentran sus ámbitos de expresión.
Quizá el toreo y el flamenco, como artes anacrónicos que son, no sean más que
eso: un repertorio de gestos perdidos en el tiempo.
José Bergamín, en La
música callada del toreo, escribe: “El ahí
queda eso del toreo, como del baile y cante flamencos, gitanos o no, cuando
alcanza por los ojos para los oídos, y viceversa, a quedarse quietos,
extasiados, inmortalizados en su efímera aparición imperecedera… Ahí quedó eso. ¿Pues en dónde quedó sino
en nuestro recuerdo vivo, que es personal e intransferible? Todo lo demás fue
ruido”
Y remacha este autor en el mismo libro:
“Las artes hice mágicas volando, nos dejó dicho con ese maravilloso
verso Lope de Vega. Las artes mágicas del vuelo: el cante, el baile, las
corridas de toros españolas… son artes mágicas del vuelo, sin huella o trazo
literal que señalen su ruta para repetirse: artes puramente analfabetas… Por
eso se dieron y se dan en España… Éxtasis del vuelo son estas mágicas virtudes
del cante y baile; inquietud y sosiego juntos; que en el arte birlibirloque de
torear se nos expresan o exprimen tan apuradamente, dándonos la fórmula barroca
de lo español más vivo y verdadero con su mejor y más depurada elegancia”
En gran medida, la excelencia del toreo y del flamenco
proviene de la desmesurada, y en cierto modo misteriosa, capacidad que poseen
ambas de provocar en el espectador sacudidas de emoción que, en las contadas
ocasiones en las que aparece el duende, lo transportan hacia insondables territorios
donde lo racional se difumina, desbordado por sentimientos que superan y anulan
toda lógica.
La experiencia de esa
emoción estética no siempre se vive en soledad, sino en compañía, pues esa
emoción es, en muchos casos, simultánea a la del propio artista que la
desencadena. Y si el destino nos es propicio, y el duende tiene a bien hacer su
aparición, las palabras enmudecen y, al margen de nuestra voluntad, como por
encanto, nos hallaremos inmersos en uno de esos inefables momentos en los que
los flamencos se rasgan la camisa y a
los toreros les asalta un llanto incontenible, sobrepasados ambos por una
maraña de sensaciones absolutamente incontrolables. “A cada pase que daba se me
saltaban las lágrimas”, decía el genial Rafael el Gallo, recordando una de sus
faenas.
No en vano, como Terremoto y Cataclismo se refieren a Juan Belmonte los cronistas de su época,
y Terremoto de Jerez es el
sobrenombre artístico de Fernando Fernández Monge, uno de los más grandes
cantaores de la Historia del Flamenco.
El toreo, es visto por Antonio Pradel, como “un arte
efímero del tiempo justo”. Esta definición podemos hacerla extensiva al
flamenco. Se canta y se torea justo a tiempo, justo a compás, ni antes ni
después: antes siempre será demasiado pronto, y después siempre será demasiado
tarde. Justo en ese leve resquicio se juegan toreo y flamenco lo fundamental.
Así pues, matador y cantaor, para ser considerados como
artistas, han de ser maestros consumados en la medida del tiempo. Ambos deben
estar en posesión de un íntimo conocimiento del tiempo, muchas veces intuitivo
y, por tanto, de difícil asimilación; de lo contrario nunca llegarán a ser auténticas
figuras en lo suyo.
Otro rasgo común al flamenco y al toreo es la enorme
importancia que en ambas se le otorga al recuerdo. Ese recuerdo que lucha
denodadamente por recuperar y prolongar las efímeras sensaciones vividas, la
magia del visto y no visto, por el que Bergamín denominó al toreo arte de birlibirloque. “Lo que se
recuerda, vive”, comenta la protagonista de la película Nomadland.
“Lo que nos queda es lo que no nos queda”, nos dijo
Calderón en un angustioso soneto barroco.
“Lo fugitivo permanece y dura”, escribe en uno de sus
versos Francisco de Quevedo.
En no pocas ocasiones, en la extenuante búsqueda de la
inspiración, y en un intento desesperado de alguien en quien apoyarse, se torea
y se canta acordándose de… Y es que estamos ante artes que se definen por la
memoria y el tiempo y que cobran todo su sentido desde el momento en que los
leemos a la luz de un pasado que siempre está vigente.
Y hablando de recuerdos, me viene a la memoria la tarde en
la que Alejandro Talavante, gran aficionado al flamenco, acompañó su faena de muleta
con el tarareo de algunos cantes. No pude evitar, al verlo totalmente
abandonado ante la cara del toro, poner en su garganta unas inolvidables
soleares de la cantaora Mercedes Fernández Vargas, conocida artísticamente como
La Serneta: “Tengo el gusto tan
colmao / cuando me encuentro a tu vera / que si me dieran la muerte / creo que
no la sintiera”.
La muerte, siempre la muerte, acudiendo puntual a la cita, tanto en el flamenco como en los toros, como corresponde a dos modos de expresión que comparten, en su permanente meditatio mortis, un sentimiento trágico de la vida. Sentimiento, por otra parte, profundamente arraigado en el barroco español,
Manuel Hernández
Valencia, 12 de Octubre de 2021
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