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sábado, 13 de julio de 2024

VALENCIA TAMBIÉN SUPO DE SU TOREO INFANTIL

                          VALENCIA TAMBIÉN SUPO DE SU TOREO INFANTIL



«Rafael Gómez, “Gallito”; Rafael ,“El Gallo”, alma de niño, hombre de bien» 

                                                     Gerardo Diego


«Su arte cautiva precisamente por eso, porque es infantil […] Su toreo es como el juego de un infante […] Su simpatía, su gracia, arrancan de ahí, de su infantilismo […] Ayer su toreo fué más infantil que nunca […] Rafael, con su calva y sus años, es un niño y un niño es una cosa simpática y amable. Sobre que tiene una gran fuerza en su debilidad»  

                                    Patillitas. Las Provincias, 27/07/1926


Los comentarios de Patilllitas están extraídos de su crónica de la corrida que Rafael toreó en Valencia el 26 de julio de 1926, ante toros de Carmen de Federico y compartiendo cartel con Ignacio Sánchez Mejías y Niño de la Palma. 

En ellos Patillitas alude a una faceta que siempre he considerado crucial a la hora de intentar desentrañar el toreo de Rafael: su infantilismo. Rasgo éste, al que pienso que no se le ha prestado suficiente atención a la hora de explicar algunos aspectos de su toreo.

Rafael nunca abandonó, y tengo serias dudas de que alguna vez se lo propusiera, el territorio de la infancia. Nunca dejó de ser niño, un niño ensimismado, ajeno por completo a todo lo que le rodeaba.

Su toreo, por tanto, estuvo siempre salpicado de gestos infantiles: se cambia la muleta de mano por la espalda; se entretiene en plegar y desplegar, con parsimonia, la muleta delante de la cara del toro («con el esmero que pudiera hacerlo un dependiente del ramo de tejidos»; coloca la montera en el testuz del toro; se encapricha de unas banderillas e interrumpe repetidamente su faena de muleta, al ir arrándolas una a una…

De ese toreo infantil se derivó, inevitablemente, el papel tan preponderante que siempre tuvo el juego en su tauromaquia. Ésta tuvo en El Gallo mucho más de juego que de combate, pues nunca la lucha figuró entre sus preferencias. «Rafael no luchaba […] ni en la vida ni en la profesión. Si ha habido un gallo que no fuera de pelea, era él» (José Alameda).

Y quiero concluir este apartado con una reflexión, en forma interrogativa, que ya me hice en mi anterior libro sobre Rafael y que, en el fondo, es un intento, un tanto pretencioso,  tal vez, de desvelar el misterio insondable que empapa algunos aspectos del toreo de Rafael: ¿y si sus repentinos virajes de lo cobarde a lo temerario, de lo burdo a lo genial, de lo ridículo a lo sublime, no fueran otra cosa que imprevisibles antojos de un niño caprichoso, que hundieran sus raíces en la inconstancia, en la volubilidad de las emociones, tan propias de la infancia?  


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