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viernes, 29 de diciembre de 2023

MI APROXIMACIÓN AL TOREO DE RAFAEL EL GALLO


    

MI APROXIMACIÓN AL TOREO DE RAFAEL EL GALLO

 

 

RAFAEL EL GALLO: UN TORERO ENSIMISMADO QUE NUNCA DEJÓ DE SER NIÑO

En muchas de las crónicas de sus inicios Rafael es, ante todo, un Gallo; es el hijo de Fernando Gómez, del señor Fernando. De él hereda todas sus virtudes: el arte, la figura, la elegancia y la inteligencia;  y todos sus defectos: sus desigualdades, sus miedos y sus problemas a la hora de matar. Incluso, hay críticos que preferirían que fuera más matador, aunque fuera menos torero. «El hijo del Gallo es un fiel trasunto de su infortunado padre» (Don Modesto) […] «Heredó del padre el arte y sus desigualdades; mejoró el primero, pero acrecentó las otras» (Mariano de la Riestra).

 Desde sus comienzos, en el Rafael mcdroso y pusilánime, que se deja dominar fácilmente por el pánico, se ve a un fiel continuador de la tradición familiar. «Verdad es que las temeridades no fueron nunca patrimonio de la familia» (Dulzuras) […] «Ha heredado de su padre el pavor, el asco a los astados brutos » (Don Modesto).

Y de su padre hereda las deficiencias con la espada, con la tendencia a cuartear y a alargar el brazo a la hora de entrar a matar. «Mata más pronto, le duran menos los toros que a su padre y se arranca desde mejor terreno; pero… su flaco está en el estoque» (Dulzuras).

Los cronistas le aconsejan que se acuerde de su padre en todo momento, salvo a la hora de matar. «Como consejo me permito decirle: -Recuerda a tu padre en todos los momentos de tu vida. Procura olvidarle en un solo instante. Al meter el brazo» (Don Modesto).

Me ha llamado la atención, en una de sus crónicas para ABC, la rotundidad con que Dulzuras descalifica el «cambio de rodillas» de Rafael al compararlo con el de su padre. «En lo que no hemos visto nunca el recuerdo de su padre, es en eso que hace de rodillas con el capote y que, por grandes esfuerzos que hagamos, no podremos nunca llamar cambio de rodillas».

Todos los cronistas, incluso los más críticos con su toreo, coinciden en que el Gallo nació torero y morirá torero, tanto en la calle como en la Plaza, y por consiguiente, lo único que ha sabido hacer de manera cierta a lo largo de su vida es torear. Rafael lo ignoraba todo, excepto lo suyo, que era el toreo. Tras su muerte, se llegó a escribir que con él desaparece el último torero. «Torearé siempre, ¡siempre! Pues si no, ¿qué iba a hacer yo?... Yo seré torero mientras no me falten los brazos y las piernas. Cuando no pueda otra cosa, torearé cucarachas; pero torearé siempre, ¡siempre!» (Rafael el Gallo).

Su figura rezuma torería, hasta el punto de que a su paso, sea cual sea su aspecto, y hasta vuelto de espaldas, siempre habrá una voz que exclamará: ¡Ahí va un torero!  De Guerrita es la frase de que el Gallo se cae de un quinto piso y cae torero. «A Rafael le viste usted de fraile, le echa la capucha, y en cuanto sale andando, dice todo el mundo: ¡Ahí va un torero! Porque tiene tan metida en la sangre la torería, que ni vestido de fraile la puede disimular» (Don Pío).

Efectivamente, el toreo de Rafael el Gallo es propio de un torero ensimismado, de un torero refugiado dentro de sí mismo, rodeado de sus sueños y aislado de todo cuanto le rodea; de un torero abismado en sus meditaciones y que nunca salió de ese mundo interior en el que siempre vivió instalado; de un torero ausente: «Una especie de ausente que, de pronto, se filtraba por las paredes y  aparecía en la plaza; y que, también, de improviso, como un fantasma, desaparecía incorpóreo» […] «Cuando recuerdo a Rafael, al que tantas veces vi tan de cerca, no puedo, sin embargo, dejar de preguntarme: Pero ¿ha existido El Gallo, o lo hemos soñado?» (José Alameda)

Pienso que este rasgo, tan enraizado en Rafael, es crucial a la hora de aproximarnos a su toreo, hasta el punto de que toda una serie de aspectos del mismo pueden ser explicados a partir de este ensimismamiento:  

- Estamos ante un torero que, totalmente absorto en su tarea, va a permanecer impermeable a cualquier influencia exterior, a cualquier estímulo procedente de su entorno. No en vano algunos cronistas se refieren al toreo de Rafael como un toreo antiguo, un toreo que se  mantuvo al margen de todas las innovaciones que se fueron sucediendo a lo largo de toda su larga vida profesional, y que ni tan siquiera

se vio afectado por la pasión que despertaron en los públicos  toreros de la talla de Joselito y Belmonte, con los que compartió cartel muchas tardes, y a los que nunca pretendió emular, ni de los que sintió los más mínimos celos, pues él siempre supo que lo suyo, que su toreo, era otra cosa, tan alejada del patetismo de Belmonte como del dominio de Joselito: «Al lado de la gran pareja de astros de primera magnitud, de Joselito y Belmonte. Rafael vivió una carrera diversa... No le estorbó el brillo más radiante porque él supo aureolarse de fulgor esplendoroso, ante el que se rendían joselitistas y belmontistas» (Selipe)

- Con la muerte del Gallo también murió una época del toreo, úna época de la cual él era el último depositario. La figura de Rafael, vista como como depositario del toreo antiguo, como él último representante de una época pasada, de una especie de Edad Dorada del toreo, hizo del Gallo un torero de leyenda, un torero mítico, que ha ido creciendo en la imaginación popular con el paso del tiempo; un torero dotado de una gran fuerza evocadora, desde el que poder reconstruir toda una época de la Fiesta. Un torero al que, por encima de todo, hay que conservar:  «Yo insisto en que se debe procurar la conservación de tan original torero. Cuando no pueda con el toro, se le debe permitir torear becerros, como si volviera a la niñez. Cuando ya los becerros le den también sustos, se le dejará jugar con los chicos. El Gallo tiene derecho a todo, a todo menos a dejar de ser torero» (Gregorio Corrochano)

- El Gallo nunca aceptó la pelea con nadie: ni con el público, ni con los toros. Me atrevería a decir que, dada su indolencia, por no competir, ni siquiera compitió consigo mismo. Encerrado en su mundo se va a sentir siempre ajeno a cualquier tipo de rivalidad, a cualquier tipo de competencia; inclusive la que sus acérrimos partidarios le quisieron inventar con Bombita. «En este aspecto, Rafael ha sido único, como en todo, ... Bombita ofrecía pelea a todo y a todos. Pelea noble en la pista imparcial de los ruedos. Pelea que ni ganó ni perdió, en lo tocante a Rafael, porque Rafael, olímpico y faraónico, nunca se dio por aludido. En el ruedo, a lo suyo... Rafael. Punto y aparte» (Rafael Martínez Gandía)

- A solas siempre consigo mismo, contempló, desde su alma imperturbable y con la más absoluta apatía e impasibilidad, diría que con pasotismo, incluso, las airadas reacciones de los públicos tras alguna de sus múltiples «hazañas». Indiferente a todo y a todos, oye las broncas como si se dirigieran al vecino de enfrente: «Al Gallo, ni le animan los aplausos los aplausos ajenos ni le sirven de enmienda las silbas propias; todo le da igual, o por lo menos, lo parece; es el torero de la indiferencia» (Gregorio Corrochano)

- Sin salirse en ningún momento de su mundo interior, creó un toreo singular, único, inimitable; un toreo, por tanto, sin escuela, sin huellas que poder rastrear, sin seguidores. Rafael siempre caminó en la más absoluta soledad. Por donde vino se fue y nada dejó a su paso: «La policromía de su arte no tiene paridad en los anales de la tauromaquia. Conjugaba los colores del arco iris con una inspiración tan personal, que colocaba su figura torera al margen de todas las demás» (Juan Pons y Negrevernis)

- Abstraído como estaba, vulneró muchas tardes, las normas escritas del toreo, normas que, por otra parte, conocía a la perfección. Entre los heterodoxos del toreo lo sitúa José Alameda. Y tampoco se libraron de sus olvidos las normas no escritas, salpicando su trayectoria de interminables y surrealistas brindis y de vueltas al ruedo dadas a destiempo, algunas de ellas cuando ya se encontraba en el ruedo el toro siguiente. Incluso, más de una vez, hasta se le olvidó brindar, y tuvo que recordárselo el público. En el brindis de  su «despedida» de Valencia, no se le ocurre otra cosa que recomendar la fábrica de muebles de un amigo suyo. Tras los múltiples brindis de su «despedida» de Sevilla: al alcalde, a Belmonte, a Guerrita, a Fuentes, a Bombita y al Algabeño, entre otros,... su toro lo mata su hermano Joselito.,, En fin... ¡Cosas del Gallo!

Solapada con la imagen de «torero ensimismado», la figura de El Gallo se me aparece también a veces como la de un «torero encantado»; un torero, que tras haber sufrido un encantamiento, ¡vaya usted a saber el cómo y el cuándo, tratándose de El Gallo!, cuál caballero andante, hubiera sido sacado de este mundo y elevado a un mundo mágico, a un mundo irreal.

Y es en ese mundo, en el que Rafael iba a dedicar toda su vida, sin ningún otro referente que no fuera su inspiración, a soñar el toreo; ese toreo  tan suyo; tan único, tan irrepetible, tan inefable, ante el que sus cronistas no encuentran las palabras adecuadas, y llegados a un punto, acaban por enmudecer; tal vez porque, fruto de ese hechizo, su toreo había dejado ya de pertenecer a este mundo y había pasado a formar parte inseparable de un «torero encantado».

Ni su persona ni su toreo consiguieron abandonar, tampoco creo que se lo propusiera, el territorio de la infancia. Y de esa infancia permanente en la que habita, surge de manera inevitable un toreo infantil. Todo su toreo es infantil. «Alma de niño, hombre de bien» (Gerardo Diego) […] «Más que ingenuo, infantil por idiosincrasia», (Curro Meloja).

- Se cambia de mano la muleta por la espalda, como si de un juego de prestidigitación se tratara, y tuviéramos que adivinar en qué mano se encuentra.

- Se entretiene en plegar y desplegar con parsimonia la muleta y no encuentra mejor sitio donde hacerlo que delante de la cara del toro. «Intercala en las faenas el gracioso entremés de plegar y desplegar la muleta con el esmero que pudiera hacerlo un dependiente del ramo de tejidos. ¡Cosas de Rafael!» (Benedicto Torralba).

- Se encapricha de unas banderillas de lujo y ya todo su interés radica en tratar de apoderarse de ellas, olvidándose incluso de su faena de   muleta.

- Al terminar un pase toca el testuz del toro.

- Cuando sus compañeros de terna se sientan en el estribo de la barrera, él pide una silla. «Una silla de madera, ya antigua en la tauromaquia; la misma silla, idéntica en todo, a aquella en la cual sentó Goya la temeridad estoqueadora de Martincho» (Robert Ryan).

- «Luego tira la puntilla como los chicos tiran la navaja a los dátiles» (Gregorio Corrochano).

No es de extrañar que ese toreo infantil, visto con los ojos de adulto de los cronistas, aparezca como indescifrable, incongruente, y hasta absurdo. «Un caso de demencia taurina» (Gregorio Corrochano).

Esos mismos cronistas aparecen totalmente sumidos en el desconcierto cuando ven que el Gallo les hace a los toros lo que no se podía hacer y se ve incapaz de hacerles lo que se podía hacer.

Entiendo que sólo contemplándolo con ojos de niño, conseguiremos desvelar en parte, o al menos columbrar, el misterio que siempre ha envuelto su toreo y que quizá ni él mismo consiguió descifrar. «Los toros tienen, como las mujeres, su misterio» (Rafael el Gallo) […] «Un enigma con traje de luces» (José Alameda)

 

Como corresponde a un niño, en su toreo, el juego sustituyó al combate y la caricia al castigo.

- Rafael nunca fue un luchador. Ni en su vida ni en su profesión. La lucha con el toro nunca figuró entre sus preferencias. Su toreo infantil abandonó esa idea de lucha y se escoró  abiertamente hacia la plasticidad del juego. «Si ha habido un gallo que no fuera de pelea, era él» (José Alameda).

- Y al jugar con el toro surgen, de manera espontánea, los adornos y las filigranas que, en el caso de Rafael, llegaron a adquirir una nueva dimensión, un nuevo aire, y pasaran a formar parte fundamental de su toreo. Dueño y señor de la filigrana, le llamaron. Consiguió que, por primera vez en la historia del toreo, lo trivial y lo superfluo se elevaran a la categoría de arte. «Todo lo perfecciona Rafael el Gallo, con especial regusto las suertes de adorno» (Robert Ryan).

- No todo fueron halagos. No todos los cronistas han ensalzado esta propensión suya hacia el adorno y la filigrana. Los hay muy críticos, «un artífice de bagatelas» le llegó a llamar  Don Pío, que le reprochan su abuso del toreo de adorno, tal vez por la gran aceptación que tuvo siempre entre los espectadores, y que lamentan que ese toreo ornamental, en demasiadas ocasiones, vaya en detrimento de su toreo clásico (natural y pase de pecho), en el que lo consideran un maestro. «Rafael sabe y puede, porque lo ha hecho muchas veces, torear de muleta con la mano izquierda... Le hemos visto muchas tardes hacerse con un toro incierto en cuatro muletazos con esa mano, y después, por agradar a la galería, empezar con el repertorio de dibujos y adornos, con los que aumentaron las palmas» (Dulzuras).

- «Para torear hay que acariciar», nos dice el propio Rafael. Domina a los toros, cuando los domina, de una manera peculiar, novedosa, que supone una ruptura con toda la tauromaquia anterior, en la que el dominio era ejercido como poder violento que rompe al toro; pues en su caso, la caricia sustituye al castigo. «El Gallo pasa de muleta con suavidad, aprovechando la embestida sin querer dañar al toro... La lucha de Rafael el Gallo ante el toro es la de apoderarse de sí mismo; los momentos que se domina a sí mismo, lo domina todo, tanto que los pases se siguen sin esfuerzo aparente, dentro de una dificilísima naturalidad» (Robert Ryan).

- Y tratándose de un juego, de un juego de niños, nada hay de extraño en que el patetismo, los elementos trágicos, la muerte, estén ausentes en su toreo. El toreo de El Gallo fue un toreo antitrágico, un torero alegre, lleno de gracia y salsa torera. Su toreo se presta a contemplarlo con una sonrisa en la cara, sin que en ningún momento se nos ponga un nudo en la garganta. «¡Nada de tragedia! Comedia plácida... Esa es la aportación de Rafael el Gallo al arte de torear» (Uno al Sesgo) 

Por otra parte, y seguimos tratando de arrojar luz sobre algunos rincones recónditos  de su toreo, sólo desde la inconstancia de las emociones, tan propia de la infancia o de los imprevisibles antojos de un niño caprichoso, podemos empezar a explicarnos sus contrastes y paradojas; sus repentinos virajes de lo ridículo a lo sublime, de lo burdo a lo genial, de lo cobarde a lo temerario.

 

 

UN ARTISTA SINGULAR, QUE HIZO DE LA ESPANTÁ UN LANCE

Todos los que han escrito sobre él coinciden en que el Gallo es, por encima de todo, un artista del toreo. Un artista genial. Para muchos el artista más genial que ha pisado la arena: «Si hay un genio en el arte de lidiar toros, es él, no cabe duda» (Paco Media Luna).

Estamos ante el torero artista por excelencia, pues ningún otro alcanzó a transmitir tan intensas emociones estéticas como él. Sus faenas eran auténticos cuadros artísticos, verdaderas obras de arte. Un torero con la mente poblada por las fantasías más variadas, y enfrascado, a lo largo de toda su trayectoria, en la búsqueda permanente de la belleza. Un torero en el que la plasticidad surgía con la más absoluta naturalidad y del que se llegó a decir que toreaba sólo por amor al toreo bello. «El torero enorme, el artista que obliga a rendirse, con la belleza y la gracia de su arte, hasta a los enemigos más recalcitrantes» (Don Pío).

¿Cómo fue esa faena de artista?, se preguntan muchas veces sus cronistas. ¿Quién lo sabe? ¿Quién lo cuenta? se siguen interrogando... Fue una faena del Gallo, ante la que se declaran incapaces de encontrar las palabras que la describan y los colores que la pinten. Para hacerse una idea del toreo del Gallo no hay más remedio que acudir a la Plaza.

¡Quién nos iba a decir, claro que con el Gallo todo puede ocurrir, que la vitola de un puro, uno de esos innumerables puros que, junto con los cafés, fueron sus más fieles compañeros, nos iba a proporcionar uno de los retratos más certeros de Rafael!: «Elaborado expresamente para el derrochador de arte y de fortuna. D. R. Gómez El Gallo». Pródigo como era, no podía por menos que derrochar, a manos llenas, y desinteresadamente, aquello que más le sobraba: el arte y los dineros.

Incluso, en algunos casos, se llega a insinuar que en Rafael el Gallo, el artista eclipsa al torero: «Ejecuta el toreo por el arte, poniendo tal cantidad de arte y tan poca de toreo, que hay momentos muchos, en que el toreo no existe y el arte lo suple» (Gregorio Corrochano)

Y como gran artista que fue, nunca pudo renunciar a la creatividad, a la innovación, a la improvisación. Del toreo de Rafael no se sabe nunca nada hasta después de ocurrido, pues siempre estuvo acompañado de una fuerza creadora incomparable. Él es siempre lo nuevo, lo inesperado. En esto nunca tuvo par.

Sus invenciones, como corresponde al chico travieso que nunca dejó de ser, son inagotables y su amplísimo repertorio de quites es una buena muestra de ello. Por mucho que escudriñemos en documentos antiguos nunca encontraremos lances ejecutados a la manera de Rafael, pues lo que hizo el gitano fue de su exclusiva invención.

A él debemos la serpentina, el par del trapecio, los cambios de mano por la espalda, el pase del celeste imperio... «Lo que resultaba único en el Gallo era la sensación que daba de invención, el asombro que producía su creación continua, la sucesión infinita de nuevos pases» (Néstor Luján).

Siempre abominó de lo reiterativo. Se cuenta de él que, en sus cuarenta años de torero, nunca repitió la misma larga afarolada que prodigaba en cada corrida. Es como si en él se obrara el milagro de que los lances, a pesar de ser siempre los mismos, nunca fueran iguales. La repetición se le aparece al Gallo como una condena, que siempre se negó a cumplir y de la que en todo momento huyó horrorizado, como si de una maldición se tratara.

Es, para muchos, el torero más improvisador que ha pisado la arena. Es de los que repentiza como pocos delante de los toros, cuando le viene en gana y sin ceñirse a regla escrita ninguna, ni a nada de lo que ejecutaron los que le precedieron. Se le ocurren de pronto las cosas y, fiándolo todo a la inspiración, las ejecuta de manera fulgurante. Con él, el aficionado que va a la Plaza nunca sabe lo que se va a encontrar. Ni creo que él tampoco lo sepa. «Improvisa genialidades que siempre sorprenden al espectador» (Dulzuras).

En él, y solo por esto el Gallo merecería ocupar un lugar preeminente en la historia del toreo, ya aparecen definidos de manera precisa todos los rasgos asociados a lo que más tarde se dio en llamar toreros de arte: su rosario de auroras y ocasos; su horror al término medio; su aversión a la lucha; sus deficiencias con la espada; su desenfado a la hora de mostrar su miedo; su gran sentido plástico; su toreo de brazos; su toreo de capa; su duende; su indolencia... y hasta su cohorte de acérrimos partidarios.

De hecho, él puede considerarse el patriarca, el pionero que inauguró una senda por la que más tarde transitaron toreros del corte de Curro Puya, Cagancho, Rafael de Paula o Curro Romero. Toreros, a los que al igual de lo que sucedió con Rafael, por mucho que tardara en llegar su epifanía, siempre se les esperó.

Si en nadie se fija y elije como única compañera de viaje a su inspiración, no es de extrañar que Rafael el Gallo sea visto como un torero original, un torero sui géneris, que no admite comparación. En las faenas del Gallo todo es distinto. Se trata, pues, de un artista singular, de un artista incomparable, que se comporta de modo pusilánime con un toro bravo y noble y se destapa con valor sumo y arte magistral frente a un mansurrón peligroso. «La policromía de su arte no tiene paridad en los anales de la tauromaquia. Conjugaba los colores del arco iris con una inspiración tan personal, que colocaba su figura torera al margen de todas las demás» (Juan Pons y Negrevernis)

El Gallo no tiene precedentes en toda la historia del toreo. Todo lo que hace es de su exclusiva invención. En sus faenas todo cobra uno tono original, distinto y único. Nadie ha poseído su arte, ni su vida puede equipararse a la de nadie. Es un caso aparte en todo, en su persona y en su toreo. Su persona se resistió obstinadamente a desvelar sus misterios y resultó impenetrable a cualquier intento de análisis. Su toreo está salpicado por momentos de inspiración que nadie puede igualar, ni siquiera aproximarse.

Artista extremado en todo: en lo bueno y en lo malo. Inigualable en sus triunfos y en sus fracasos, pues triunfaba y fracasaba de manera distinta a como lo hacen el resto de los toreros. «Es único... El tío de la calva es único. El Gallo es de otro modo que los demás; otra cosa. Es de otra raza» (Don Pío).

Eso sí, se trata de un artista al que hay que intentar sorprender, con la ayuda de la fortuna, en momentos muy determinados; en momentos, por otra parte, absolutamente impredecibles: cuando él o los hados tengan a bien ofrendárnoslos. Pretender que su trayectoria se ajuste a un patrón más regular, en el que sus característicos altibajos no tengan cabida, es tanto como aspirar a que dé el do de pecho cuando uno quiera o cuando la ocasión para su fama sea la más propicia. Una quimera.

Antes que nada, quiero reseñar que en mis ya largos años de recorrido por la tauromaquia antigua, en la época anterior al Gallo, no he visto nada parecido, ni por asomo, a sus famosas espantás. Es impensable imaginar un torero, que en mitad de su faena de muleta, arroje los trastos y eche a correr despavorido delante de la cara del toro, hasta acabar de bruces en el callejón...¡Si Pedro Romero levantara la cabeza!

Cuando intento fantasear con la imagen de los espectadores que presenciaran una de estas escapadas de Rafael por primera vez en su vida, siempre acabo viéndolos restregándose los ojos, intentando dar visos de realidad al increíble e inaugural espectáculo al que estaban asistiendo.

Sin precedente alguno que tomar como modelo, no es difícil de imaginar la reacción de los públicos ante tan inaudito gesto: ¿Incredulidad?; ¿estupefacción?; ¿asombro?; ¿indignación?; ¿jocosidad? Cualquier cosa menos indiferencia, que siempre ha parecido estar reñida con el toreo del Gallo.

Mucho se ha escrito, y poco se ha aclarado, sobre las causas de sus súbitos ataques de pánico. El propio Rafael comentó en alguna ocasión, intentando justificar lo injustificable, que cuando perdía la cara de los toros, ya no sabía lo que hacía el toro y, a partir de este momento, se sentía totalmente indefenso; un miedo insuperable se adueñaba de él, y entonces recurría a la espantá. Sin embargo, sus espantás más bien me parecen un arrebato de nervios que la consecuencia lógica de un proceso reflexivo.

Así pues, nos encontramos ante un hecho extraordinario, insólito, en la historia de la tauromaquia. Un hecho, privativo del Gallo, que pasaría, con todos los honores, a engrosar el ya nutrido grupo de sus invenciones, . Claro está, que tratándose del Gallo, no en vano le llamaron «el divino calvo», todo es posible: lo que en cualquier otro torero no pasarían de ser deshonrosas huidas, en Rafael se convierten en espantás, y como tales pasaran a formar parte de su toreo, e incluso, me atrevería a decir, de la historia del toreo.

Tan arraigadas estaban en su toreo, que para consignar lo excepcional, su ausencia, se llega a leer en alguna crónica: «¡y no dio en toda la tarde ni una espantá... sus intentillos hubo, pero el hombre se dominó!».

Lo que empezó siendo una huida espontánea delante de la cara del toro, finalizada muchas veces con una auténtica zambullida en el callejón, tras haberse desprendido previamente de estoque y muleta en la fuga, la genialidad de Rafael acabó por incorporarla a su toreo, transformándola en un lance más del mismo. El propio Gallo siempre lo tuvo muy claro: «Las banderillas son las banderillas; el pase natural, el pase natural; el volapié, el volapié, y la espantá, la espantá... Una suerte como otra cualquiera, que sirve para defenderse del toro».

Y no quedó ahí la cosa, sino que consiguió que la espantá como lance llegara a hacerse imprescindible para los públicos. Tan es así que muchas de las crónicas reflejan la desilusión de esos públicos en aquellas ocasiones en que el Gallo, en uno de sus habituales descuidos, se olvida de ellas.

Podemos decir, con conocimiento de causa, que sus pintorescas espantás se consintieron y hasta se celebraron, y pasaron a formar parte de su repertorio, en el apartado, ya mítico, de sus ocurrencias, de su pintoresquismo, de ¡las cosas del Gallo! No faltó cronista que no tuvo reparo alguno en ensalzarlas. «Y es que la espantá en Rafael El Gallo era un poema de gracia. Y era, sobre todo -de ahí su mérito-, un poema de sinceridad. Le salía de dentro» (Rafael Martínez Gandía)

Claro que no todos los cronistas participaron de esa benevolencia, ni vieron nada artístico en esas hilarantes huidas; y no es infrecuente que se refieran a ellas como impropias de un torero que, por el puesto que ocupa, debe tener la inteligencia y la serenidad para resolver algo que no desemboque inevitablemente en la vergonzosa fuga. «¿En dónde estaba lo artístico de las huidas de aquella figura desmedrada, que vestía de negro y con las medias blancas –como el semblante, cubierto de los livores del pánico-, abandonaba la espada para la mayor desenvoltura de las piernas en la pirueta salvadora?» (Clarito).

Los hay que afirman rotundamente que con ellas se inaugura una peligrosa etapa en la que el miedo se encumbra como protagonista en la hasta entonces conocida como fiesta del valor. 

Incluso los hay que llegan a establecer una clara conexión entre estas espantás del Gallo y el inicio de la pérdida de la «vergüenza torera» en la Plaza. «El primer aficionado que se rio y celebró una espantada del Gallo, hizo polvo la virilidad de la Fiesta» (Don Indalecio).

Y siguiendo en el territorio de lo inaudito, puesto que del Gallo seguimos hablando, a continuación de una de sus espantás, cuando su ataque de pánico se supone que ha concluido, Rafael vuelve a la cara del toro, como si nada hubiera ocurrido, y si los vientos soplan a favor, a tres palmos de las astas del toro, de ese mismo toro del que, instantes antes, ha huido despavorido, se reviste de bravo y lleva a cabo una faena de ensueño. De nuevo... ¡las cosas de Rafael! «La espantá no es miedo. Es defenderse del toro... La prueba de que no es miedo en que con toros de esos, y después de haber dado la espantá, he vuelto a ellos y he estado superior. Y cerca» (Rafael el Gallo)

 

 

UN GITANO INDOLENTE, QUE PADECIÓ DE HORROR AL TÉRMINO MEDIO 

No es infrecuente que sus cronistas se refieren a él, desde sus inicios, como gitano, como cañí apático, indolente y carente de amor propio; y hasta se entretienen en hacer juegos de palabras. «Este torero gitanísimo o ese gitano torerísimo» (Curro Meloja) […] «Se aplaudió al torero más gitano y al más gitano de los toreros» (Gregorio Corrochano).

Sabemos que es gitano de media sangre, gitano por parte de madre, de la inolvidable señá Gabriela, de la inabarcable familia de los Ortega, del barrio de Santa María de Cádiz. De ella heredó la gracia, esa gracia gitana de Rafael, ese salero, que siempre le acompañó en sus triunfos y en sus fracasos. Y ese «duende», ese esquivo duende, que tan de tarde en tarde se digna aparecer, para impregnar de «sonidos negros» una siguiriya de Manuel Torre o una «larga» de Rafael. «Él, sin saberlo, aunque sintiéndolo, estaba asistido de su «duende» y cortejado por su «ángel»» (Selipe) […] «¡Qué garbo el de sus pases! Pases como versos de siguiriyas gitanas» (Antonio Díaz Cañabate).

Y de nuevo tiene que ser un poeta, en este caso Gerardo Diego, quizás el más grande poeta taurino, el que acierte a profundizar en el tema, a partir de la fusión en Rafael de lo andaluz y lo gitano: «En Rafael se fundían las más puras esencias andaluzas y gitanas, y esto es lo que daba tan inconfundible personalidad a su arte» […] «Mitad y mitad clásico sevillano, nacido por azar en Madrid, y gitano elástico y «fauve». Mejor dicho, no mitad y mitad, que eso se comprendería bien, sino totalmente lo uno y lo otro fundidos en un solo cuerpo y en una sola inspiración de gracia» […] «Gitanería de un gran artista clásico».

Es como si ciertos rasgos indescifrables de su carácter y de su toreo, y que me perdone mi admirado José Alameda, necesitaran ser contemplados desde la enigmática idiosincrasia de la raza gitana.

Y así, de esa gitanería de Rafael, como bien apunta el poeta, surgen de forma espontánea, esa salsa, ese donaire y esa pajolera gracia, tan suyos y tan exclusivos, que siempre empaparon su  toreo y que tantas veces le echaron más de un  capotazo en sus tardes más funestas.  «¿Allí hubo arte? ¿Se debe torear así? Cada cual piense y diga lo que quiera. Yo aseguro que hubo gracia, mucha gracia, y un derroche de salsa torera inconmensurable» (Don Modesto).

A veces tengo la impresión, y perdonad mi atrevimiento, de que cuando los comentaristas se dirigen a Rafael como un torero gitano, en ese término, estuvieran queriendo englobar, nada más y nada menos, que gran parte de sus rasgos como hombre y como torero; a saber: sus sonadas supersticiones (que él siempre negó), sus desigualdades extemporáneas, su horror al término medio, sus irritantes incongruencias, sus miedos incomprensibles, sus ataques de pánico y sus huidas vergonzosas, sus alivios inadmisibles a la hora de matar, su apatía, su inconstancia; su indolencia; su desgana; sus geniales ocurrencias, su inextricable misterio, sus momentos de inspiracion, su enigmático duende, y hasta sus heterodoxas reacciones psicológicas. «El Gallo fue, desde luego, un diestro genial, contradictorio y supersticioso, como buen botón de su raza» (José Vega).

Y no quería finalizar este apartado sin dejar de señalar un hecho curioso: Siendo Rafael y José hijos del mismo padre y de la misma madre, rara vez, rarísima diría, he encontrado el término «gitano» aplicado a Joselito. ¿Acaso los rasgos de Rafael, tanto en su persona como en su toreo, se adecuan mejor a las singularidades, a las peculiaridades, que se le atribuyen al pueblo gitano?; ¿Acaso Rafael no sólo no se ofendió sino que se sintió orgulloso, tuvo a gala ser el depositario de la idiosincrasia de ese pueblo, y no podríamos decir lo mismo en el caso de José?

Padeció o gozó, de horror al término medio; pues tratándose del Gallo nunca se sabe. Pues esa incapacidad, tan suya, para manejarse en las medias tintas, que parece formar parte, con visos de innata, de su temperamento de artista, se convirtió, a la larga, en una de las facetas más representativas, más peculiares, de su persona y de su toreo. ¿Quién concibe a Rafael el Gallo toreando discretamente, ni bien ni mal, regular, toda una tarde? «No tenía términos medios: ni “pitos”, ni “palmas”, ni “aplausos tibios”, ni la  consabida “división de opiniones”. Y aún menos el silencio que acompaña al torero hasta el estribo después de muerto el toro» (Juan Pons y Negrevernis).

Ese horror al término medio; esa fascinación suya hacia las conductas extremas, le imposibilitó, tarde tras tarde, quedar bien a secas, e hizo de su carrera un rosario de auroras y ocasos, de clamores hiperbólicos y de desastres estruendosos. Una  sucesión continua de altibajos, de estrepitosos fracasos y de grandiosos triunfos; de los mayores descalabros y de las más imprevistas resurrecciones; de momentos sublimes y de momentos deplorables; tan pronto en la cumbre como en el abismo; capaz de dejarse un toro vivo y en el siguiente cortar la oreja; ¡Gallito celestial! ¡Gallito infernal! «Por la impresión que deja en mí el trabajo de Gallito, tendría que decir, o que es el peor torero y el más miedoso que pisa las plazas o que hasta hoy no ha nacido diestro más fino, más colosal, más artístico delante de los toros» (Dulzuras).

Y eso sucedía, no ya en una tarde, sino a veces, en la lidia del mismo toro. en la que el Gallo sufría una de esas transformaciones tan suyas, tan incomprensibles, tan absurdas; mago del absurdo le llegaron a llamar. De la chapucería más chabacana pasaba, como impulsado por un resorte mágico, a la genialidad más esplendorosa. A un inicio de faena en la que aparecía el torero artista, el orfebre de la filigrana, el poeta sublime de la torería, le sucedía un final propio de un lidiador vulgar, torpe y cobarde, que en ocasiones pasaba por el bochorno de que le echaran el toro al corral.  «Derrocha arte, sabiduría y valor en la primera parte de la faena, y se nos muestra ignorante, acobardado y ruin en la última» (Don Modesto)

Estas desigualdades extemporáneas provocaban en el público las mayores indignaciones, que lo arrojaban al abismo, y los mayores entusiasmos, que lo elevaban a las alturas; y hacían que ese mismo  público, puesto en pie, unas veces le ovacionara y otras le increpara. «El caso es que se pongan de pie», llegaría a comentar Rafael, con su habitual gracejo. «Nos entusiasma un minuto por la gracia y el sabor de su toreo, y nos irrita después por lo huido, incierto y encorvado...En un mismo minuto... ¿Qué hacemos con este hombre? Pues dejarlo... ¿Cuál es la verdad, Dios mío... ¿Cuál es la verdad?» (Don Modesto).

Aun así, el Gallo siempre cayó en gracia, siempre contó con el favor de las gentes; esas mismas gentes que habían conservado en su memoria, de manera indeleble, sus tardes inolvidables, para bien o para mal, y que nunca desfallecieron ni dejaron de esperar impacientemente a que se escenificara de nuevo el milagro que un día, ya muy lejano, les hizo enloquecer.

Es como si entre Rafael y el público se hubiera establecido un pacto tácito en el que a la indignación le seguía el perdón inmediato. Tras el grito, tantas veces repetido en sus tardes aciagas de «¡qué se vaya!», la empresa le anuncia para el día siguiente, y el público llena la Plaza. «Acerca del Gallo no cabe discusión, es un torero que de tal manera ha sabido hacerse esperar, que todavía se le espera» (Gregorio Corrochano).

¿Qué secreto albergaba este enigmático diestro para que el público le tolerase lo que ha ningún otro torero había tolerado? ¿Por qué, tras una de sus muchas debacles, se celebraba entusiásticamente cualquiera de sus innumerables arabescos? Pues simple y llanamente porque, sin existir ninguna razón aparente, se trataba de un toreo con bula, se trataba de Rafael el Gallo. Ningún torero de su época gozó, ni de lejos, de semejante privilegio.

 

 

 

 

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