«La faena de muleta al segundo fue propia de una bailarina en candelero… muchas monerías ful y nada verdad que se ajuste a las reglas del toreo»
García. Arte Taurino, 04/08/1913
«Rafael el Gallo es el torero de las simpatías y el que más torea sin torear, como nadie sabe hacerlo »
Castoreño El Mercantil Valenciano, 31/07/1926
«¿Se ha podido averiguar todavía si lo que él le hace al toro, es o no torearlo? En Valencia dicen que sí, y por ello -es decir, porque no sabían hacerlo- los toreros de su promoción como Ricardo Bombita, Machaquito y Vicente Pastor tuvieron que irse a casa […] Las improvisaciones coruscantes de Rafael tomáronse como creación de un arte digno de ser incorporado a la tauromaquia moderna […] Y eso, amigos, no es torear. Que conste»
Riaño, El Pueblo, 15/06/1926
Entre todos los cronistas valencianos, quizá sea Riaño, en sus crónicas de El Pueblo, el que más se significó a la hora de cuestionar el toreo de Rafael, como queda de manifiesto en la crónica anterior.
Hay un comentario, una reflexión más bien, de Gregorio Corrochano, en una de sus crónicas que, desde el momento en que lo leí, quizás porque siempre me atrajo su carácter enigmático, revolotea en mi mente, de manera un tanto obsesiva, cada vez que me acerco al toreo de Rafael. En él, el cronista se atreve a insinuar que, en ocasiones, en el toreo de El Gallo, el artista eclipsa al torero: «Ejecuta el toreo por el arte, poniendo tal cantidad de arte y tan poca de toreo, que hay momentos muchos, en que el toreo no existe y el arte lo suple».
¿Hubo faena? ¿Hubo toreo?, se preguntan los cronistas, al rememorar alguna sus desconcertantes, por singulares, faenas; y las citas de las crónicas de los periódicos valencianos, del inicio del punto, son una buena muestra de ello. No, responden, en el sentido clásico del término, pues ni el toro llegó a pasar en ningún momento, ni hubo un solo pase como mandan los cánones.
Y es que El Gallo, para el que el toreo clásico no tenía secretos -le habían sido transmitidos más por herencia que por aprendizaje-,se adentraba con frecuencia en episodios de amnesia, en los que, como si de un desafío a los cánones se tratara, parecía disfrutar ignorando todo lo aprendido. He llegado a pensar que no se ha valorado suficientemente la importancia del olvido a la hora de intentar descifrar ciertos rasgos enigmáticos del toreo de Rafael. En ocasiones, puestos a olvidar, hasta se le llegó a olvidar que tenía que matar al toro.
Lo que sí hubo, tienen que reconocer, y a raudales, delante de la cara del toro, fue un fabuloso despliegue de su ilimitada fantasía que, alejándose del clasicismo, embelesó al público con todo su repertorio de adornos, desplantes y filigranas. Todo ello sazonado con una serie de aspectos de su toreo, que nunca le abandonaron, incluso en sus tardes más aciagas: la naturalidad, la elegancia, la variedad, la pinturería, la pajolera gracia, la salsa gitana y la belleza; siempre la belleza impregnándolo todo.
Y es en esos momentos, en los que afloraba su modo arbitrario de interpretar el toreo, su irrefrenable tendencia a la heterodoxia, en los que, sin renunciar nunca a su torería, se dedicó a ir desgranando, ante los atónitos espectadores, toda una serie de insospechadas improvisaciones; pues la repetición siempre fue para Rafael El Gallo una especie de condena que se resistió a cumplir y de la que huyó horrorizado, como si de una maldición se tratara.
Y al gran repentizador que siempre fue Rafael, me devolvieron, de manera insospechada, las hermosas palabras de la escritora Fina García Marruz referidas a Quevedo: «Repetir le parece atentar contra la vida, la siempre naciente, mercadear, hurtarle, ser menos que la belleza del fuego, la tierra, el aire».