EL TOREO: UN ARTE PARADÓJICO
Paradoja: Figura retórica de pensamiento que consiste en emplear expresiones o frases que encierran una aparente contradicción entre sí (y que sin embargo encarnan un cierto sentido y coherencia).
“El juego
del enfrentamiento a muerte entre hombres y toros debe ser consecuencia de las
grandes paradojas del pasado, pues su escena, su mención, su solo recuerdo,
sigue provocando reacciones encontradas. Por ser juego de paradoja
(coexistencia ilógica de cosas)… la paradoja de que los toros sigan
enfrentándose a los hombres, quizás va de suyo”
Jose
María Royo Arpón. La fiesta prohibida
“La
tauromaquia tiene mucho de aporía (paradoja o dificultad lógica insuperable).
En efecto, este viejo arte nos plantea constantemente paradojas y
contradicciones irresolubles: terreno fértil, por tanto, para el pensamiento”
Antonio
Pradel. El gesto justo
“La emoción
que entraña la corrida de toros, ese drama del atardecer, –y también su
inagotable significado- reside en la unión de los contrarios: nupcias del valor
y del arte, del miedo a morir con el ansia de belleza”
Francis Wolff. Seis claves del arte de torear
“El toreo es el fruto mismo de esa
unidad de contrarios que es el rasgo definitorio del alma barroca: crudeza y
refinamiento, ascetismo y sensualidad, mundanidad y espiritualidad, pero
siempre concebidas como verdades paradójicas y existenciales de la condición
humana”
Javier
García Gibert. A la luz del toreo
LA PARADOJA DE LA
BRAVURA: NI SALVAJE NI DOMÉSTICA
El toro es
un animal del que el hombre se ha apropiado,
al menos desde que existen ganaderías, por medio de la selección y del control
de la reproducción. Por otra parte, sirve a un fin humano y su “especie” existe
tan sólo porque es utilizada por el hombre.
La paradoja
es que esa apropiación y esa utilización por el hombre se lleva a cabo sin
amansarlo, sino preservando su
agresividad natural, su fiereza, es decir, su hostilidad al hombre, lo que le
hace un adversario temible para el propio hombre. De trata de una familiarización singular, ya que se hace
con vistas al combate contra el hombre y, por tanto, sólo tiene sentido si
contradice en sus efectos sus propios medios.
La especie
“toro de lidia” no es ni doméstica ni salvaje: es un animal bravo. Ni doméstico ni salvaje, pero
mantenido en una clase de salvajismo domesticado.
Ni familiar
ni extraño, puesto que está a las puertas de casa, pero no puede acercarse a
ella, ni amigo, puesto que se lidia, ni
enemigo, puesto que el hombre se mide con él: es el adversario.
“Hablar de
bravura es referirse a la cualidad natural de los toros… Y, sin embargo, de
hecho es bastante poco natural… La bravura es, paradójicamente, natural e
histórica, es la naturaleza del toro tal y como el hombre la ha creado… La
bravura del toro es como la belleza de la rosa: el fruto natural de la cultura
humana”[1]
La bravura del toro no deja de ser una anomalía, una excepción. Lo normal es la mansedumbre, es huir despavorido cuando se le castiga. La bravura no es natural, es la que hace del toro bravo un animal único e irrepetible. Un animal que se comporta en contra de su propio instinto natural, atacando y acometiendo cuando es castigado. Sólo el toro bravo se crece en el castigo.
Al leer las
crónicas de las corridas antiguas se pone claramente de manifiesto que la
proporción de toros mansos era muy superior a la de hoy en día. Si lo pensamos
bien, este hecho no tiene nada de extraño, pues la generalización de la bravura
es uno de los logros del lento proceso de selección que han llevado a cabo los
ganaderos y que ha tardado años en dar sus frutos.
Hay una
reflexión, con visos de herejía, referente a la bravura que, de manera
recurrente, ocupa mi mente desde hace tiempo. Se trata de una obsesión, como
todas ellas con su punto enfermizo, y por tanto de difícil cura. Así que de
antemano os pido disculpas por mi desahogo.
Allá va: La
necesaria e ineludible asociación que hoy en día se establece entre bravura y humillación provoca en mí un inmediato rechazo, provocado
fundamentalmente por la total incompatibilidad con la que se me aparecen ambos
términos. Y a continuación, relacionando humillación con mansedumbre y no con
bravura, acuden en mi auxilio los versos de Miguel Hernández: “Los bueyes
doblan la frente, impotentemente mansa, delante de los castigos: los leones la
levantan”
Quizás todo
proceda de un pecado original cometido por mí, que algunos calificarán de
imperdonable, de confundir los códigos que rigen el exclusivo y excluyente
universo del toreo con los del resto del Universo.
Pero lo cierto es que cuando leo expresiones del tipo de: “para ser un toro bravo le faltó humillar” o “era tan bravo que barrió el albero”, no puedo dejar de pensar que, históricamente, siempre se ha exigido que el toro bravo, a diferencia del manso, “se crezca en el castigo”, no lo rehuya; pero no que humille.
En mis
frecuentes incursiones por la tauromaquia antigua, me he ido encontrado con
crónicas en las que el principal defecto del toro consistía, justamente, en
“bajar demasiado la cabeza”. Me atrevería a decir que el número de toros con
ese “defecto” era escaso, pues son muy pocas las crónicas que se hacen eco de
ellos y los matadores, ante lo insólito del suceso, siguen manteniendo las
manos altas en su toreo a la verónica.
Así pues,
todo parece indicar que estamos ante un atributo de la bravura de reciente
creación, no olvidemos que la bravura tiene mucho de creación humana, pero que
en absoluto ha estado siempre indefectiblemente unido a ella.
“La
selección de un carácter como la bravura es dificilísimo, porque no se ve a
simple vista, como la capa; porque no se mide, como la producción de leche…,
porque se ignora el mecanismo genético de la herencia de este carácter…, y
porque en todo caso, la apreciación de la bravura es eminentemente subjetiva… La
bravura tiene tantos matices, desigualmente captados y valorizados por cada
espectador, que siendo en realidad tal carácter la resultante de un sistema de
fuerzas, cada cual dibuja los vectores con diferente longitud y, a veces,
sentido”[2]
“El concepto de bravura evoluciona con el decurso de los tiempos, y, a fuerza de querer explicarlo, se confunde cada vez más… A fuerza de afinar estúpidamente en nuestros juicios, cada año sacamos un nuevo defecto. Una veces que el toro no pasa; otras que tiene nervio, que puntea, que embiste con la cara alta…”[3]
¿UN “BENDITO”
ANACRONISMO?
El toreo es
un arte anacrónico, un arte
desplazado en el tiempo. Sólo por eso, nos comenta Antonio Pradel en El gesto justo, por su pervivencia como
anacronismo congénito, merecería ese arte ser estudiado con atención y cuidado
con esmero.
Quizá el toreo y el flamenco, como
artes anacrónicos que son, no sean
más que eso: un repertorio de gestos perdidos en el tiempo.
El desajuste
entre la tauromaquia y el mundo moderno viene de lejos. Ya las élites
ilustradas del siglo XVIII veían en la tauromaquia una rémora que impedía la
incorporación de España a la Europa del progreso, y de la que, por tanto, había
que desprenderse.
“En 1789,
mientras los parisinos toman la Bastilla, los madrileños exaltan al trono a su
Católico Monarca Don Carlos Quarto (que Dios guarde) y celebran una fiesta real
con un cartel de lujo: Pedro Romero, Costillares, Pepe Hillo y Juan Conde…
Mientras que en Francia la burguesía se apresta a conquistar el poder político,
en España, nuestros sans-culottes,
lejos de reivindicar la democracia política y la socialización de la propiedad,
descubren alborozados, frente a un enemigo falto de coraje, la suerte suprema
del volapié”[4]
Este
desajuste se ha ido acentuado con el paso de los años y se ha hecho clamoroso
en el tiempo presente. Para muchas mentes “avanzadas” de nuestros días el
torero es una infamante excrecencia del pasado, un absurdo resto del naufragio
que ya debería haber desaparecido.
En el
sistema de valores que rigen el mundo contemporáneo, la tauromaquia, con su
visión trágica de la vida y con su permanente meditatio mortis, es un antivalor.
Con razón
Santi Ortiz escribe: “Su escala de valores, su ética, su compromiso moral cae
tan a trasmano de los que esta sociedad nos ha inculcado, que parece milagro su
subsistencia”
“La
tauromaquia y la modernidad se cuestionan mutuamente, y lo hacen de raíz y por
entero… No se trata, por tanto, de negar lo anacrónico de las corridas de
toros, sino de reivindicar ese anacronismo, dándole sentido desde otra óptica,
que no es la del día… Las corridas de toros son una rareza a contrapelo de la
época y una ocasión maravillosa para salirse de ella”[6].
“Bien puede ser que nuestra época ya no entienda un arte que aúna en un mismo gesto la belleza y la grandeza, en la que los valores estéticos se confunden con los valores éticos. Pero no pienso que los valores y los ideales de la tauromaquia sean extemporáneos. Han de encontrar una nueva vida cuando nuestra época haya roto definitivamente con su fe en una modernidad ya pretérita… Sí, parece que corren malos tiempos. Pero entre sombras se vislumbra alguna luz, y la esperanza de que escampe”[7].
“Llevan
razón sus detractores cuando dicen que el toreo no es cultura, porque el toreo
es cultura y es contracultura. La tauromaquia, perdóneme el legislador, es hoy
sobre todo un bien de interés contracultural. Algo tan inédito como una
tradición radical sin sospecha de arribismo”, escribe Víctor J. Blázquez,
profesor de Derecho Constitucional.
Quién sabe
si ese mismo anacronismo de la tauromaquia pueda, paradójicamente, constituirse
en su tabla de salvación, en una sociedad en la que, en ciertos sectores, la
hegemonía ideológica de la contemporaneidad empieza a causar fatiga y hartazgo.
Uno de los afectados por ese empacho es
el diestro Morante de la Puebla, quien al recibir el IX Premio Taurino
de ABC, nos dejó esta perla: “lo moderno
abunda y se mete en nuestras casas y en nuestra vida diaria, lo cual a mí me
aburre tremendamente”.
“En el presente estado de cosas (notable por una marcada ausencia de todo cuanto concierne a la fiesta) una institución como la corrida –que parece, en más de un aspecto, desarrollarse siguiendo un esquema análogo al de la tragedia antigua- adquiere un valor particular a consecuencia de ser la única, en nuestro mundo occidental moderno, capaz de responder a las expectativas exigibles a todo espectáculo”[8]
Quiero acabar este punto con un extracto de las palabras con las que el antropólogo Julian Pitt Rivers finalizó su defensa de la Fiesta de Toros ante el Parlamento Europeo, en 1993: “La unión moral de Europa… no podrá lograrse sin respetar las diferencias culturales y el derecho de cada comunidad a diferenciarse…¡Europa será multicultural o reventará![9]
LO MÁS VÍVIDO ES LO NO
VIVIDO
Algunos aficionados guardan memoria incluso de aquellos
hechos que no llegaron a ver con sus propios ojos, y siguen hablando de Pedro
Romero o de Pepe-Hillo, reviviendo sus faenas, e incluso salpicándolas con todo
lujo de detalles, como si de testigos presenciales se tratara, en una confusa
amalgama entre lo imaginado y lo vivido.
Y aquí surge otra paradoja del toreo: los hechos más
memorables, los ídolos míticos del toreo, los gestos más inspiradores son,
justamente, aquellos de los que no guardamos ningún testimonio gráfico.
Y es que cuando la Historia deja paso a la Leyenda, aparecen
los mitos, y en estas figuras legendarias, invulnerables al paso del tiempo, como
seres extraordinarios que son, se da la paradoja de que cuánto más se alejan de
nosotros en el tiempo, no sólo no se difuminan sus contornos, como sí que
ocurre con los recuerdos, sino se hacen cada vez más patentes, más vívidos a
nuestra mirada.
“Como se trata de un arte momentáneo, que pasa y ya no
vuelve, y del que no se sabe si va a venir, ni cuándo, no lo vemos
prácticamente jamás… En eso se reconoce que el toreo es un arte: sólo ocurre en
la ausencia”[10]
“El arte del toreo sólo cobra sentido para nosotros desde el
momento en que lo leemos a la luz de un pasado que siempre está vigente. La
tauromaquia es como una geología en donde los aficionados y estudiosos nos
entretenemos comparando las distintas estratificaciones temporales”[11].
UN ARTE EFÍMERO QUE
SUEÑA CON ETERNIZARSE
El arte del
toreo es, por definición, un arte efímero.
Un arte que pasa y se va. Un arte evanescente que concibe el tiempo como
aparición y desaparición, como visto y no visto.
“Los gestos
improvisados de quien se arriesga a sí mismo a fin de hurtar la labranza común
a pezuñas indomables, son evanescentes, al paso, diferentes cada vez; se
producen y decaen en el mismo momento y no son acumulables sino en la memoria
de quienes forman la comunidad vasalla”[12],escribe
José María Royo para referirse a aquellos labradores anónimos, que hace miles
de años, pusieron en riesgo sus vidas, intentando impedir que las manadas de
toros malograran las cosechas.
“El ahí queda eso del toreo, como del baile
y cante flamencos… inmortalizados, en su efímera aparición imperecedera”[13].
“Por más que
hasta el siglo XVIII no aparezca formalmente el toreo moderno, el espíritu del
toreo nace en la encrucijada histórica del Barroco… La dramática vivencia de lo
efímero es, como se sabe, uno de los rasgos característico de este período; y
es también la magia misma del toreo: el visto y no visto por el que Bergamín lo
denominó arte de birlibirloque”[14].
“¡Acontecimiento
efímero donde los haya! La historia de la Tauromaquia es una acumulación
gigantesca de acontecimientos efímeros”[15]
“Y es que
todo lo bello y natural de la vida es, por esencia, una mirada efímera, una
caricia, un momento, un visto y no visto que seguimos y seguiremos viendo, como
es el arte. Todo es por sabio y por viejo un breve espacio robado del tiempo”[16]
Lo que resta
después de una gran faena es sumamente difícil de aprehender. El toreo se
resiste a ser registrado, puesto que sólo deja huellas en el aire... “la
respuesta está en el viento” nos diría Bob Dylan.
“El Cossío
es como una catedral, lanzada al cielo para honrar algo que, literalmente, no
existe: muletazos que hoy se dan y mañana no aparecen, cornadas y cornadas en
el aire. Pues a nada mejor que a la religión del toro se puede aplicar la frase
del Eclesiastés: ¡Mira! Todo es vanidad, y un esforzarse tras el viento”[17]
Y, sin
embargo, ese rastro fugaz queda sellado, grabado a veces de forma indeleble en
la memoria de quien lo ve, siempre y cuando surja algo realmente
extraordinario.
“Lo que nos
queda es lo que no nos queda”, nos dice un verso barroco de Calderón de la
Barca.
"Lo fugitivo permanece y dura", escribe Francisco de Quevedo.
“El torero… visible un momento, invisible una eternidad”[18].
“Y la música callada
del toreo nos renace a los ojos del alma y al oído del corazón como si la
estuviéramos mirando y escuchando de nuevo cuando la evocamos. Como si se
hubiera aposentado y quedado en el alma, en el aire, en el tiempo, para
siempre”[19].
“Amar el toreo es vivir con intensidad en ese punto
infinitésimal, mil veces repetido, donde un presente maravilloso cede
inmediatamente el paso a la memoria”[20]
“La memoria de la fugacidad puede ser duradera… La memoria ha sido tradicionalmente el refugio natural de la tauromaquia, el único depósito de conservación de su arte efímero. La emoción estética del toreo, sin objeto material al que adherirse (poema, cuadro, partitura), es fugitiva en su manifestación, pero puede permanecer indeleble en la evocación del público”[21].
“Las cosas no son como son, sino como se recuerdan”, nos dijo
Valle-Inclán.
Al torear, el torero sueña con lo imposible: que su arte
fugaz y volandero dure y perdure para siempre, que se eternice. Un arte este
del toreo en gran medida paradójico, puesto que busca lo imperecedero a través
de lo efímero.
“El tema de Velázquez es siempre la instantaneidad de una
escena… La gran idea de Velázquez fue eternizar lo efímero”[22].
El anhelo de un pintor español y barroco del siglo XVII, eternizar lo efímero, se replicará en la figura de un torero del siglo XX. De nuevo el toreo parece ahondar sus raíces en el Barroco español.
UN ARTE SIN OBRAS
Extraño arte el del toreo, un arte que no produce obras
tangibles y cuyas creaciones buscan refugio en la imaginación y en la memoria
de los aficionados.
“Las artes hice mágicas
volando, nos dejó dicho con ese maravilloso verso Lope de Vega. Las artes
mágicas del vuelo: el cante, el baile, las corridas de toros españolas… son
artes mágicas del vuelo, sin huella o trazo literal que señalen su ruta para
repetirse: artes puramente analfabetas”[23].
La Tauromaquia no deja de ser un arte que se define por la
memoria y el tiempo. “Hacer memoria es hacer historia con alma: es animar,
darle alma a lo pasado. Animar la historia haciéndola o haciéndonosla presente”[24].
Un
rasgo común al flamenco y al toreo, es la enorme importancia que en ambas se le
otorga al recuerdo. En no pocas ocasiones, en la extenuante búsqueda de la
inspiración, y en un intento desesperado de alguien en quien apoyarse, se torea
y se canta acordándose de…
Intentar elaborar una Historia
de la Tauromaquia se me antoja empresa tan disparatada como la de abordar
una Historia del Arte prescindiendo
de todas sus creaciones artísticas.
En un intento desesperado de compensar el enorme vacío creado
por esa ausencia de obras, la Tauromaquia lo fía todo al enorme poder evocador
de la memoria. Y allí donde la memoria desfallece, y ante la necesidad de retener el recuerdo,
surgen los mitos, como estrategias de resistencia contra el olvido.
UN ARTE POPULAR, CON UNA ÉTICA ARISTOCRÁTICA
En el toreo a pie es patente su origen
popular, llegándose a constituir, junto con el flamenco, en una verdadera institución
hispánica de creación popular.
“Aquí todo lo importante lo ha hecho
el pueblo”[25]
“Espectáculo derivado de la función
real de los Austrias, pero cuyas características multiclasistas y el proceso
dialógico y de identificación entre el espectador y el lidiador le llevan a
convertirse en una seña de identidad nacional que perdura hasta nuestros días”[26]
“García Lorca no tiene que esforzarse
conscientemente en ser popular, ya que el arte popular de Andalucía es el más
sofisticado y vital de Europa”[27]
La consabida imagen según la cual,
coincidiendo con la llegada de los Borbones a España en los inicios del siglo
XVIII, el pueblo ocupó el vacío dejado por la nobleza, y el toreo a pie
reemplazó al toreo a caballo, ha sido últimamente muy cuestionada.
“En el curso de los últimos años, se
ha demostrado que había habido formas de toreo a pie, de todas clases, en
épocas muy antiguas e incluso anteriores al toreo a caballo”[28].
“Desde 1670 la plebe española comienza a vivir vuelta hacia dentro de sí misma. En
vez de buscar fuera sus normas, educa y estiliza poco a poco las suyas
tradicionales… Lo que llamamos corridas de toros apenas tiene que ver con la
antigua tradición de las fiestas de toros en que actuaba la nobleza… En esos
últimos años del siglo XVII, según mi idea, el pueblo español se decide a vivir
de su propia substancia, y es cuando por vez primera nos tropezamos con alguna
frecuencia en escritos y documentos con el vocablo torero aplicado a ciertos hombres plebeyos, que en bandas de un
profesionalismo todavía tenue recorren villas y aldeas”[29]
“Es un hecho común en la tradición española
los fenómenos recíprocos del hidalguismo del pueblo y el plebeyismo de las
élites, en virtud de los cuales el pueblo imita a la nobleza en sus gestos
heroicos y en su afán de gloria, pero a la vez la aristocracia se contagia del
mundo popular”[30].
“Lo más sorprendente de este majismo,
tan peculiar como fenómeno cultural de España, es que no fuese la nobleza la
que acentuase su código, sino que más bien se prestase, antes de asumir la moda
extranjera, a identificarse con la figura del majo o de la maja”[31]
Estamos aquí ante uno de los rasgos
más característicos y diferenciadores de la cultura española, que no es otro
que el continuo trasvase que ha tenido lugar entre lo popular y lo culto, entre
la plebe y la nobleza, a lo largo de los siglos.
Este intercambio no podía dejar de producirse entre dos manifestaciones, el toreo a pie y el toreo caballeresco, que, dejando a un lado la disputa sobre cuál de ellos precede al otro, coexistieron durante siglos.
Álvarez de Miranda, en su libro Ritos y juegos del toro, maneja la
hipótesis, contestada por otros estudiosos, de que incluso la muerte del toro fue incorporada al
toreo a pie tomando como modelo el toreo caballeresco: “Es imposible dejar de
ver en la muerte del toro un elemento, el más importante sin duda, trasladado
del toreo caballeresco a la moderna corrida de toros”[32]
La ética torera, como la ética
estoica, exige a cada uno que se eleve por encima de los demás. Es la ética del
combate de los héroes, del guerrero, y de los príncipes conquistadores. Es una
ética aristocrática, que apuesta por la dignidad, la valentía, el desinterés y
la autoexigencia.
Como escribe Séneca, en su Carta a Lucilio, sobre los sabios
estoicos: “Habrá un intervalo inmenso entre el resto de los hombres y tú.
Superarás con mucho a todas las criaturas mortales y los dioses no te superarán
demasiado”
“Es necesario que el hombre sea lo
suficientemente dueño de sí para que la tempestad permanezca inmóvil, suspendida”[33]
“El toreo (a pie) nace con un fuerte designio antiburgués, pero de ninguna manera aristocrático. El código ético de la tauromaquia se oponía, de hecho, de un modo frontal, a los nuevos valores económicos y utilitaristas de la civilización triunfante y se asentaba en los antiguos valores –ya en decadencia- de la España áurea: honor, valentía, dignidad, estoicismo. Creo, en definitiva, que la tauromaquia que nace en el siglo XVIII es una modélica expresión hispánica de esta fusión entre lo aristocrático y lo plebeyo, que había tenido lugar en los siglos anteriores”[34]
“La ética del torero consiste en conjugar
heroísmo con naturalidad, entendiendo la vida como cosa feudataria del destino
trágico, y la tragedia misma como un festivo acto de servicio. Es ética de
caballeros, ética a la jineta, que analizada, podría resumirse: sobre el lomo
oscuro de la patética, se aposentan el valor y la gracia, elevándola al rizo y
espuma de la estética. Ética, pues, del más alto y bello orden ecuestre”[35]
“El torero se lanza sin red al peligro
más absoluto y niega los valores de la acomodaticia tranquilidad. Ésta es la
nueva moral de los señores (ser poetas de su propia historia) que sustituye,
desplazándola, a la moral de los esclavos (seres dependientes que necesitan un
guía para todo)”[36]
“Como la ética estoica, la ética torera se dirige a todo el mundo…, pero
para hacer de cada uno de ellos un ser excepcional: es una ética aristocrática para todo el mundo. No es una ética
democrática basada en las ideas de igualdad, reciprocidad, justicia,
compensación, reparto, intercambio… En el quite salvador no hay ni justicia ni
esperanza de retribución o de compensación… Es un gesto que se espera del
estado de torero… La ética de la plaza es una moral aristocrática, basada en la
jerarquía, la preeminencia de los mejores, la excepción, la generosidad, la
munificencia, el don gratuito, la magnanimidad: es la del combate de los
héroes”[37].
UN ARTE INDIVIDUAL. UNA CREACIÓN
COLECTIVA
El toreo a pie participa de un feroz
individualismo, haciendo gala de una de las características más notables del
humanismo español.
Siempre he creído ver en su origen una
visceral reacción del pueblo español, una reivindicación de lo propio, frente
al afrancesamiento generalizado de las élites ilustradas, a lo largo del siglo
XVIII, tras la llegada de los Borbones a España.
“Esta radicalización de la
originalidad propia no puede comprenderse si no se contrasta con el empeño de
modernización que asumieron tanto algunos ilustrados como una cierta burguesía
ascendente y extranjerizante… Y ello en parte por espíritu primario de
autodefensa de las supervivencias ancestrales, pero también porque los nuevos
modales venían impuestos por unos sectores despectivos y distantes hacia las
clases populares”[38]
Así pues, estaríamos ante una creación
colectiva del pueblo español, que empezó a transitar por los territorios del
arte cuando consiguió encarnarse en la figura individual del torero.
“El torero, emergido del más bajo estrato social, se convirtió en arquetipo. Los ilustrados no lo entendieron…Porque es obvio que los toros no resisten un análisis humanístico… Pero tampoco la figura del burlador, del seductor, del libertino, resiste una visión moral, ni un feminismo incipiente. Y, sin embargo, el XVIII está lleno de admiración por su figura. Muy acertadamente, el escritor italiano Franco Cuomo lo ha explicitado en su Elogio del libertino: El libertino è un angelo… Al suo letto si va come ad un santuario: aspettando miracoli. Ese esperar milagros es consustancial al hecho taurino dentro y fuera de la plaza”[39]
“La fiesta adolece de plebeyez… Es que
el alma del pueblo la está gestado a la luz del sol, sin candilejas, director
artístico, tesis ni guardarropía, y el alma colectiva no es categórica ni
define desde un principio como el genio individual; es tarde, se va atemperando
poco a poco y con sabia intuición a las necesidades y a los gustos de todos”[40]
“Todos los actores del renovado
espectáculo eran, por tanto, gente plebeya, y la pasión generalizada que
suscitó la fórmula, supuso, en este sentido, un fenómeno inverso al que dictaba
la época, conducente más bien al despotismo ilustrado, lo cual significa, como
se sabe, imposición cultural de arriba abajo, y no atracción de abajo arriba,
como en este caso”[41].
“He caído en la cuenta, espero que
razonable, de que las Ferias (de los Toros) son manifestación formal, magma
oculto de creación colectiva de los que, tras haber hecho día a día la
Historia, no constan en los libros de texto que la cuentan”[42].
De hecho, en las fiestas populares de toros, que se siguen celebrando por las calles y plazas mayores de numerosos pueblos de España, y que para muchos fueron el venero de lo que luego cristalizaría en las corridas de toros modernas, no existe ningún protagonista individual, pues quien detenta el protagonismo es el pueblo anónimo.
UN ARTE CORPÓREO, QUE
ASPIRA A SER ESPIRITUAL
La
tauromaquia es, antes que ninguna otra cosa, un arte del cuerpo. Es el cuerpo de aquellos que se enfrentan con el
toro cara a cara el que guarda memoria viva del arte de torear.
El arte de
torear es, ante todo, un ejercicio de precisión del cuerpo. Se trata de burlar
la embestida el toro con imperceptibles movimientos del cuerpo.
Y entonces,
como no, llega Belmonte, y surge la
paradoja: “Para torear olvídate que tienes cuerpo”, aconseja el trianero a un
novillero; sin percatarse, quizás, que con esta reflexión estaba inaugurando
una nueva época del toreo.
Y a partir
de ese momento, ese olvido del cuerpo –y por tanto de sí mismo- es básico para
que pueda surgir el toreo como expresión artística en su máxima expresión. Para
torear bien hay que abandonarse, ¿y qué significa este abandono sino un olvido
momentáneo del propio cuerpo?
Y de nuevo,
como no, Belmonte: “El toreo es una actividad del espíritu… es un ejercicio de
orden espiritual”
Y desde él, a veces me pregunto si alguno de los que le precedieron mencionó alguna vez la palabra espíritu, el toreo ya no cejará en el empeño de aspirar a convertirse en un ejercicio espiritual. Espiritualidad, eso sí, a la que paradójicamente se llegará por medio de un dominio absoluto del gesto, es decir, del cuerpo.
“Al principio buscas perfecciones,
pero llega un momento en el que sientes la necesidad de transmitir otro tipo de
cosas, quizás más espirituales, y buscas en tu interior tener sensaciones más
sublimes”, nos comenta Juan Mora.
ENTRE LA GEOMETRÍA Y EL VÉRTIGO. ENTRE
LA SERENIDAD Y EL TRANCE.
La tauromaquia es un arte que combina
los movimientos seguros, calculados, de exacta geometría incorporada, por un
lado, y el vértigo elevado a su última potencia, por otro. Estos dos tipos de
movimientos tan dispares surgen de dos estados de ánimo antagónicos: la
serenidad y el trance.
José Bergamín supo entender con enorme
agudeza la coexistencia de esos dos aspectos contrapuestos de la sensibilidad
en las remotas raíces de la cultura española.
El buen torero, como representante que
es de la inteligencia, frente la fuerza bruta del toro, siempre debe pensar
delante de la cara del toro. Sin embargo, y de nuevo surge la paradoja, algo le
dice, en lo más profundo de su ser, que para penetrar en el territorio de lo
inefable debe renunciar a la luz que desprende esa inteligencia y dejarse
arrastrar por los sentimientos, abandonarse, hacia los insondables abismos del
duende, donde lo racional se difumina.
“El torero se presenta ante la bestia
como un sujeto preponderantemente reflexivo, que a la par que siente el roce de
los pitones en sus alamares se va desprendiendo de su impulso apolíneo… En su
borrachera de toreo pierde la noción de la medida, del límite. Los muletazos
estallan en una música, en una danza orgiástica, en éxtasis sin fin, cercano a
lo dionisíaco… Ya sólo mandan en él los imprevisibles y subterráneos arrebatos
del ser”[43]
Podríamos hablar, basándonos en los
comentarios de Antonio Pradel, de dos tipos de toreros: los estoicos, que
siempre se muestran dueños de sí mismos y cuyo toreo discurre por aguas
serenas, y los poseídos, que tienden a olvidarse de sí mismos y torear en
estado de trance.
“El sentimiento hunde así sus más profundas raíces entre el cálculo y el espanto, entre la precisión y el pasmo, justo en la mínima distancia que media entre el control mental y el arrebato… Para poder realizar su faena con brillantez y transformar así una simple técnica en un arte vivo, cualquier matador de toros debe aunar en perfecto maridaje ambas cualidades: la técnica y el sentir. O lo que es lo mismo, deberá torear incorporando dos sentires de compleja asimilación conjunta: la serenidad y el trance… Así entendido, como una manifestación humana que fluctúa entre la estoica serenidad y el ser fuera de sí, el toreo equivale a una experiencia poética”[44].
“El toreo nos comunica directamente con nuestro fondo indómito, con esa naturaleza que la civilización quiere ocultar. Es un arte desmesurado en el que participan los sueños, las imágenes, el paroxismo en sus más diversas formas. Se asemeja a una suerte de veneno sagrado que provoca una dependencia insaciable”[45]
ENTRE EL SER Y EL PARECER. LA
APARIENCIA DE SERLO
“A Velázquez le interesa la realidad en cuanto apariencia.
Pero entiéndase esta palabra en su significación verbal: la apariencia de una
cosa es su aparición, ese momento de la realidad que consiste en
presentársenos”[46].
Una vez más
el Barroco, un pintor barroco en este caso, como preludio y anticipo de lo que
luego sería una de las paradojas del toreo de todas las épocas.
En tauromaquia se le sigue otorgando
la misma importancia a ambos conceptos: ser y parecer.
La realidad del hombre debe
confundirse con la imagen del torero. La persona debe identificarse por
completo con el personaje.
Entre el ser y el parecer, entre las
apariencias y las esencias anda siempre buscándose el toreo a sí mismo. El
torero, para serlo de verdad, no sólo ha
de serlo, sino también de parecerlo. ¡Qué se vea! La ética del torero está
hecha de apariencia.
Para ser torero hay que valer, claro
está, pero también hay que saber mostrarlo. “Valer y saber mostrarlo es valer
dos veces. Lo que no se ve es como si no fuese”, nos dice Baltasar Gracián.
¿Qué es la torería? Cuestión de
apariencias que hallan su fundamento en las esencias. Difícil equilibrio en el
que la apariencia no debe sobresalir por encima de la sustancia. Mantener la
apariencia de torero exige que, en efecto, haya sustancia de torero.
Ser torero es identificarse con lo que
se acepta mostrar de sí mismo, en identificarse con lo que el traje ha hecho de
sí mismo. Este traje, con razón llamado de luces, está hecho para brillar.
Refleja la gloria y remite el ser al parecer. Es la señal de que el torero está
fuera de sí mismo, todo él en la superficie de su cuerpo. Lo que el torero debe
ser se resume en esto: ser torero como lo muestra su traje… y nada más. Bajo el
traje, está el hombre y éste nunca debe aparecer. Es preciso que la humanidad del
hombre sólo se revele a través de su realización como torero.
“En una corrida de toros decimos que
todos y cada uno de sus componentes –el torero, el alguacilillo, el picador, el
Presidente, el público- hacen de lo que son, no siéndolo más que por esa apariencia
de serlo mientras se hace el espectáculo”[47].
“Ser torero es, en primer lugar,
identificarse con un traje que se lleva en la plaza y cuya huella almidonada
parece mantenerse adherida aún en la vida corriente. De ese traje forma parte
también un porte, una prestancia, una manera de presentarse y de parecer, pues
en la plaza se es lo que se parece y el torero ha aprendido a parecer torero,
incluso fuera de ella”[48].
TODO PREVISTO, EXCEPTO
LO IMPREVISIBLE
De todos los
espectáculos modernos, la corrida de toros es indiscutiblemente el más
obsesivamente ritualizado.
En esta
ceremonia, nada resulta gratuito: cada elemento está perfectamente reglado,
pautado y previsto de antemano. En principio poco, o más bien nada, se deja al
albur, la improvisación o la fantasía. Hay una manía casi enfermiza del
ceremonial, de las reglas, de las formas y del orden.
Pero, como
diferentes autores señalan, ese ritual omnipresente sólo forma parte de lo
accidental de la corrida, es como su cascarón. Está ahí para cobijar lo
esencial de la misma: lo azaroso, lo casual, lo imprevisible –el accidente, la
herida, la muerte tal vez- y rodearlo de
una de una especie de cubierta
protectora.
Porque los
desplazamientos del toro son imprevisibles, las posiciones de los hombres deben
estar rígidamente fijadas. Porque no se sabe nunca lo que va a suceder, se
imita maquinalmente, y en la medida de lo posible, la repetición de lo mismo:
gestos, tics, posturas.
Así pues, el
orden total no pasa de ser simple apariencia: está presente sólo para conjurar
la amenaza permanente del desorden, y en torno al cual todo gira: la lucha a
muerte del hombre y el toro.
“En los
toros, como en el más vasto devenir del universo, nunca sabemos lo que va a
pasar, ni cómo, ni si será malo o bueno”[49]
“Cuando uno tiene que torear sabe que tiene que enfrentarse a un misterio, a algo desconocido de lo que no tiene ninguna certeza. Es como prepararse para un viaje al más allá, y eso provoca temor y desasosiego” nos comenta Rafael de Paula.
“Hay en la
corrida un orden que la regula y preside, que la ordena y tipifica, pero
también hay como una corriente subterránea, todo un venero mágico que la
dignifica y la embellece”[50]
“En los
toros, cada función es única e irrepetible, es un acontecimiento, una obra viva
que nace y muere en el tiempo… Una corrida puede repetir monótonamente las
pautas y el desarrollo tradicionales. Pero, de pronto, los aburridos
espectadores pueden verse sumergidos en un happening
(acontecimiento) – y no nos referimos a faenas memorables- sublime, ridículo o
trágico”[51]
UN ESPECTÁCULO DE VALOR. UN ESPECTÁCULO DE MIEDO
El valor es el pedestal sobre el que se basa todo lo demás,
es decir, todo, absolutamente todo el toreo. Sin valor no hay ni arte taurino,
ni siquiera hay toreo.
Paquiro, en su Arte de torear, nos dice que: “El verdadero valor es aquel que nos
mantiene delante del toro con la misma serenidad que tenemos cuando éste no
está presente; es la verdadera sangre
fría para discurrir en aquel momento con acierto qué debe hacerse con la
res”
Es cierto que se habla habitualmente de los toros como un
espectáculo del valor, pero, en la misma medida habría que hablar de un
espectáculo del miedo.
“El miedo, ese tan cacareado miedo de los toreros, es, sigue
siendo, será mientras la fiesta exista, el gran turbador, el gran torturador de
los que salen a la plaza con el traje de luces. Porque mientras haya Muerte
habrá Miedo. Y mientras haya Miedo habrá, puesto que es su contrario, Valor”[52]
“El toreo, como hombre que es, tiene miedo. ¿De qué? Del
toro, de la herida, de la humillación. Pero por ser torero, no sufre los
efectos del temor como sí les suele ocurrir a los demás”[53].
“El torero, envuelto en el velo de la diosa, vestido de
riesgo –aureola que lo rodea y protege- vence al aire del miedo”[54]
El arte del toreo surge en gran medida a partir del miedo.
Los toreros, antes, durante e incluso después de enfrentarse al toro, deben
luchar todo el tiempo con el miedo, una de las grandes motivaciones de este
arte paradójico.
“Sin el reto del miedo es imposible crear belleza en el
toreo… El miedo pues, es absolutamente necesario –vencido y sublimado hasta
especial condición: el valor- para realizar el toreo en todas sus partes
esenciales, ya que sin él es imposible culminar cotas artísticas superiores,
fruto de la responsabilidad, la inspiración y el conocimiento del torero”[55]
“El
torero tiene siempre miedo… Su miedo es el que le da conciencia viva de su arte
y de su responsabilidad propia. EL miedo es raíz de la dignidad humana que el
torero representa o simboliza en la plaza”[56].
“La
existencia del miedo y su superación por la valentía es el modo que tiene la
tauromaquia de expresar la condición última de la naturaleza humana desde el
punto de vista existencia, dentro de la tradición del humanismo: miseria hominis y dignitas hominis, miseria y dignidad humana”[57].
UN VALOR VELADO
Del hecho de
que el toreo es un combate se deduce la primera virtud “torera”, que es al
mismo tiempo la más grande de las virtudes de las éticas agonísticas: el valor.
Es la andreia griega (valor, hombría,
entereza), que es la que surge del término medio entre los vicios de la
cobardía y la temeridad.
El torero
muestra su valor de modo contundente ante lo que Aristóteles juzgaba la mayor
prueba de andreia: la superación del
temor al daño físico y la muerte.
“El andreios, el hombre poseedor de
entereza, ni escapa objetivamente a la finitud y a la muerte, ni intenta
eludirlas en su imaginación. El andreios
se instala lúcidamente en ambas, y por tal acto de asunción comparte el destino
de los demás hombres, sin ser esclavo del mismo”[59].
“El
ejercicio de la meditatio mortis,
parte importante del viejo humanismo, no
es tanto meditar en la muerte como tener el coraje de mirarla de frente y
asumir su existencia con naturalidad”[60].
Buen torero
es aquel que no hace ostentación de valor, sino todo lo contrario. El torero ha
de poner la razón, puesto que la sinrazón ya la pone el toro con su mera
presencia.
El valor no
está hecho para su exhibición, sino para su ocultación. En efecto, el torero
escamotea su riesgo vivo al velarlo, es decir, al no hacerlo explícito para el
público. Riesgo vivo, riesgo real y evidente, palpable, riesgo que el torero
debe ocultar gracias al arte. En el ruedo la bravura explícita y evidente se le
exige al toro.
“Hay dos
maneras de ser valiente frente al toro: mostrando que se expone la vida o
exponiendo la vida sin mostrarlo… La imagen que da de sí el torero es
totalmente opuesta en ambos casos”[61].
“Todos los
toreros caen alguna vez en ese recurso, generalmente fácil, de emocionar o
asustar al público, para escamotearle el toreo… En cuanto un torero nos
expresa, voluntaria o involuntariamente, su valentía o su miedo, la emoción
mágica de su arte desaparece por completo. Porque la emoción del toreo es
únicamente emoción de arte… Al torero (como al soldado) el valor se le supone,
y no necesita demostrarlo. La valentonada es lo más feo y mentiroso en el toreo”[62].
“El torero
que provoca el éxito subrayando melodramáticamente el peligro, no merece
siquiera una limpia herida mortal”[63].
UN SACRIFICIO
AGONÍSTICO
Extraño
sacrificio sin dioses ni trascendencia.
“El
sacrificio taurómaco no busca nada, no quiere nada, no postula una finalidad
como razón de sí: no quiere nada a cambio de su víctima, no busca la unión con
una instancia trascendente o divina”[64]
Hay varios
aspectos que la corrida de toros comparte con un sacrificio.
Todo
sacrificio exige la celebración de un ritual, y de todos los espectáculos
modernos, la corrida de toros es indiscutiblemente el más obsesivamente
ritualizado.
Todo
sacrificio otorga un valor insigne al animal inmolado. Esa exigencia es el
origen de la sacralización del toro, “dios del combate”, en la tauromaquia.
“Por estar
destinado a la muerte es por lo que el toro debe permanecer intacto, casto y
puro, hasta la hora de dicha muerte, protegido en su naturaleza inviolable:
siempre son vírgenes quienes están destinados al sacrificio”[65].
Como en todo
sacrificio ritual, con la muerte del toro, el hombre se apropia de su
excelencia, de su poder, de su bravura.
Pero hay un
aspecto en el toreo que lo diferencia y lo aleja del resto de sacrificios
rituales, y es la lucha que se establece entre hombre y toro. Nada hay más
contrario a la idea de sacrificio que la idea de combate. Cuando se inmola un
animal, a diferencia de lo que ocurre en las corridas de toros, éste está
pasivo: puede morir debatiéndose, pero nunca combatiendo.
“El toreo
caballeresco transformó en peligrosa lucha con el toro la práctica popular en
la que el animal atado no era un adversario del hombre, sino un instrumento de
juego útil para lograr los fines rituales. El sentido lúdico, caballeresco y
culto, transformó en émulo antagonista al animal que en el sentido
mágico-religioso había percibido como diácono. Convirtiéndose el rito en lucha
surgía la necesidad de la victoria como epilogo. La muerte del toro era el modo
lógico y natural de discernir esta victoria… La gran paradoja del toreo español
consiste en que sólo cuando dejó de ser una cuestión sacral comenzó a parecer
sacrificio”[67]
No todos los
autores comparten la explicación de la Tauromaquia desde la óptica del
sacrificio: “La observación de la diversidad del juego taurino, así como la
evolución histórica de la corrida española, no nos parece confirmar la teoría
del sacrificio en las plazas de toros”[68]
UNA PEREZOSA LUCHA
“El toreo,
entendido en su dimensión artística no es, ni puede serlo nunca, un trabajo,
aunque sea una forma de vida, y de las más sacrificadas… Los matadores de
toros, al igual que en su día hicieran los artistas del Renacimiento, han
reivindicado para su actividad un estatus diferente… Si el torero se convirtió en héroe popular,
fue precisamente porque no trabajaba”[69].
“El toreo es
el arte de los vagos con sensibilidad, un placer del espíritu y no un esfuerzo
de los músculos”[70]
Todos
conocemos la frase lapidaria de Cagancho: “De Despeñaperros para abajo, se
torea; de Despeñaperros para arriba, se trabaja”. Al cabo del tiempo, Domingo
Ortega le dio la justa réplica: “No lo dirá por mí, que me hice torero para no
tener que trabajar”.
Contaba el
dramaturgo Albert Boadella que en una ocasión le preguntó a Manolo Vázquez:
“Maestro, ¿las tardes en que trabaja…? No pude seguir –decía Boadella-. El
matador me cortó visiblemente irritado: “¡Yo no he trabajado en mi vida!”
Cuando
Victoriano de la Serna expresa su queja por tener que torear a una hora
determinada, parece estar diciéndonos que él no se ve, para nada, como el
oficinista que ficha todos los días al entrar al trabajo.
O aquello
que decía Rafael de Paula de que no quería que lo consideraran un “profesional”
del toreo, porque “un profesional es el que viene a casa a arreglarte la
lavadora”.
El toreo ha de surgir como por
encantamiento, es decir, sin la intervención directa de la voluntad del hombre.
El toreo, por tanto, no
debe surgir nunca del esfuerzo, sino todo lo contrario.
En el toreo,
al igual que sucede en todo arte clásico, el torero debe dar la impresión de no
hacer nada. Ni esfuerzo ni dificultad.
Lo que
engendraba la belleza tan serena del toreo de Antoñete era que toreaba
aparentemente sin hacer nada y sin
hacer nada aparentemente.
Como, muy
acertadamente, dicen los historiadores de arte alemanes Rudolf y Margot
Wittkower: “La diestra mano del artesano puede ser obligada a trabajar a
voluntad, pero el don de inspiración
no puede ser forzado”[71].
Alguna vez
se analizará en profundidad el papel de la pereza en los toreros de arte. ¿No
ahondará el misterio del temple sus raíces en esa perezosa indolencia?, ¿Acaso
las verónicas de Gitanillo de Triana o de Rafael de Paula no están empapadas de
ese perezoso desmayo, compañero inseparable del toreo de los gitanos, que a
veces, sin esfuerzo alguno, como les ocurre a los milagros, parece detener el
tiempo?
Y el nombre
del jerezano Rafael de Paula me conduce a una reflexión de Fernando Villalón
acerca del vino de Jerez y la pereza: “El vino de Jerez no lo hace éste o aquel
fabricante. Lo hacen los dioses… ¿Cuál ha sido el esfuerzo del hombre? Ninguno;
el gesto mínimo y soñoliento de trasegar con la cuba de una bota a otra… En
Andalucía no es que seamos perezosos. Es que nos sobra tiempo. No tenemos nada
que hacer. Aquí todo lo hacen los dioses”
¡Cómo huele a Abril y Mayo
ese barrido desmayo,
esa playa de desgana
ese gozo, esa tristeza,
esa rítmica pereza…!
¡Campana del Sur, campana!
Verónicas
gitanas. Gerardo Diego
PENSAR DEPRISA PARA
TOREAR DESPACIO
A partir de
Pedro Romero, el moderno arte del toreo resultará del fuerte contraste entre la
veloz energía del toro y una paulatina paralización del torero.
El toreo,
como señaló Bergamín en su libro La
claridad del toreo, es un arte pura inteligencia. Como arte fugaz que es,
el ejercicio de la tauromaquia requiere de los que Antonio Pradel denomina espíritus prontos, que son sin duda los
matadores de toros.
Esos
espíritus prontos se caracterizan por la agudeza, por la rapidez mental con la
que adecuan su cuerpo a situaciones de evidente peligro, muchas veces
imprevistas.
Y de nuevo
surge la paradoja. Esos cuerpos, extremadamente inteligentes, que piensan
rápidamente, deben, al mismo tiempo, mantener la calma y la serenidad
necesarias para moverse lo más lenta y suavemente posible.
“Todo arte
exige agudeza, especialmente el arte de torear, donde el artista se juega algo
más que su prestigio… La tauromaquia es, por tanto, un arte donde se explica,
se enseña y se aprende el barroco arte de la agudeza… “Paradoja fundamental:
para torear despacio hay que pensar muy rápido”[72].
MOVERSE MENOS PARA CONDUCIR MÁS
En el toreo el valor -el dominio o anulación del miedo- se
demuestra en la quietud.
“El baile tiene pies de pluma, para
huir del amor… El toreo tiene pies de plomo, para avanzar hacia la muerte”,
escribe Bergamín.
“El paso del toreo encorvado al
erguido; del de puntillas y movido al asentado y quieto, supone un cambio
trascendental en la técnica y el sentimiento torero. Al llegar la quietud no
hay más remedio que jugar los brazos y las muñecas”[73]
En la historia del toreo hay un hito
de sobra conocido: la transformación del toreo de piernas en toreo de brazos.
La gloria de esa revolución se la lleva, con todo merecimiento, Belmonte. Esa
revolución fue permanente tras él.
“Quien pudiera proyectarse a cámara
rápida toda la película de la historia del toreo desde Belmonte vería como va
ralentizándose un movimiento: el del hombre. La inversión es curiosa: cuanto
más activo el hombre en el pase, más inmóvil durante el pase… Tal paradoja no
debe sorprender: torear con los brazos es conducir
más para moverse menos. O, si se quiere, moverse menos para conducir más. Todo depende de si se prefiere la
explicación estética (la primera: menos movimiento es más belleza) o la
explicación ética (la segunda: más conducción tiene más mérito). Pero ambas se
complementan… El torero se va deteniendo en el centro del viaje ininterrumpido
del toro”[74].
¿Por qué se torea? “Torear me cuesta”,
ha repetido en más de una ocasión Rafael de Paula. Y es que ¿acaso hay motivos
para torear?
“¿Qué es lo que mueve a un cuerpo a
jugarse la vida delante de un toro? Cierta nostalgia de quietud quizá, por
paradójico que pueda parecernos”[75],
sugiere Antonio Pradel.
“¿Qué es lo que descubre Manolete? Que
la quietud libera al movimiento. Es justamente en este descubrimiento donde
reside la revolución de la nueva tauromaquia a partir de él”[76].
Podemos imaginar que toda la historia
de la tauromaquia sienta sus bases –se decanta, en definitiva-por medio de un
cuerpo en reposo, el cuerpo quieto de un matador que ve pasar al toro muy
cerca. Cuerpo que, si prestamos atención podemos llegar a paladear, podemos
saborear, podemos, incluso, tocar.
“Saber y sabor toreros”[77], que decía Bergamín
UN JUEGO DEMASIADO SERIO PARA SER UN
JUEGO
Según Roger
Caillois, en su ensayo Teoría de los
juegos: “El juego debe ser definido como una actividad libre y voluntaria,
fuente de alegría y diversión”[78].
Los juegos
constituyen esa categoría de actividades humanas gratuitas, en el sentido de
que no tienen otra finalidad que ellas mismas. De esa misma carencia de
finalidad participa la tauromaquia. Los hombres se han enfrentado desde siempre
a los toros bravos por nada, por el simple placer de demostrar su valor, su
fuerza o su habilidad. Para afirmar su propio desapego ante las vicisitudes de
la existencia y su victoria sobre lo imprevisible. Se trata, al igual que los
juegos, de desafíos gratuitos.
“El tiempo
de la corrida es el tiempo del juego, liberado de los trabajos y los días, pues
el juego rompe con el curso social ordinario, como la corrida, que siempre ha
ido unida a la fiesta. ¿Las reglas de la corrida de toros? Son las de un juego,
ni más ni menos”[79].
Álvarez de
Miranda, en su libro Ritos y juegos del
toro, señala que: “desde el punto de vista histórico-religioso,
el fenómeno de la corrida nos ofrece una muestra del tránsito de un rito
religioso hacia un juego. Asistimos, con el paso del tiempo, al paulatino
abandono del rito en favor de la actividad lúdica”.[80]
La paradoja
esencial de la tauromaquia en este sentido, es que se trata de un juego muy
extraño, en el que los protagonistas no juegan, sino que se juegan la vida, en el que hay una posibilidad de muerte real
para el “jugador”, por lo que, tratándose de una actividad libre y voluntaria,
verla exclusivamente como fuente de alegría y diversión se vuelve más que
problemático.
“No se trata
de un juego, ni de una fiesta, ni de un espectáculo, ni de una diversión. Aquí
no viene uno a divertirse… Es ir a estar presentes, es ir a presenciar, a
testimoniar algo… El toreo no se trata de un simple juego más o menos
artístico, sino de un subterráneo ser vital, substancial y, por tanto,
indiscutible e inejuzgable: es algo nuestro porque, sin practicarlo, somos
toreo, de la misma forma que somos pintura, música y poesía”[81]
“Aunque el
público de los tendidos siempre se divierte con la forma de fiesta que más le
apetezca, a los toros no se va de diversión, sino a estar presentes en el
drama… o en la tragedia”[82]
“El toreo es
un juego muy serio entre el valor y la fatalidad, el dominio y la
incertidumbre, la gloria y la muerte heroica. El toreo hace de un simple juego
un arte (y a veces una tragedia), y de una posible tragedia hace un juego
elegante y peligroso; ésa es su grandeza y su misterio, extraños en tiempos como los nuestros poco
dados a la lírica y la metafísica”[83]
“No hay más
que oír el ¡olé! de una afición española suficientemente entusiasmada, para que
lleguemos al convencimiento de que, en toda corrida, ocurre algo de tanta
gravedad, de tanta seriedad, que ninguna otra tentativa osada, hasta el
momento, de jugar con la muerte, ha podido ofrecernos nada equivalente”[84]
Como decía
Antonio Machado, por boca del maestro Juan de Mairena: “Yo sospecho que [las
corridas de toros] no divierten a nadie, porque constituyen un espectáculo
demasiado serio para diversión… No son un juego… Son, esencialmente, un
sacrificio… Por esto las corridas de toros, que, a mi juicio, no divierten a
nadie, interesan y apasionan a muchos”[85]
MENOS ES MÁS
Bajo toda la pompa, todo el conjunto
aparatoso de elementos rituales y decorativos que envuelven a la corrida de
toros, en lo más profundo del hecho taurino, en lo que constituye su médula,
subyace el ascetismo del gesto natural y sobrio, desprovisto de ningún tipo de
artificio.
Rudolf Otto, gran erudito alemán en
estudio comparativo de las religiones, en su libro Das Heilige (“La idea de lo sagrado”), señala que en la antigua
tradición de la pintura china el estilo “consiste en producir el máximo efecto
con los trazos más exiguos y los medios más reducidos”[86]. Así
sucede también en lo relativo al arte de torear.
“Todos y cada uno de los gestos en
tauromaquia están cargados de sentido –o al menos deberían estarlo-. Tengamos
en cuenta que el arte de torear se basa en un estricto sentido económico de los
movimientos por parte del torero. La dinámica del toreo privilegia la
sustracción en detrimento de la adicción: menos es más”[87].
“La técnica de Velázquez es un
progreso continuo en una destreza negativa: prescindir… De la realidad pinta
sólo unos cuantos elementos… En este sentido fuerza es decir que nadie ha
copiado de una realidad menos cantidad de componentes… Da unas pinceladas en el
lienzo y nos dice: ¡Bueno, ahí está ése!... y se va sin más comentario, sin
volver siquiera la cara hacia lo que ha pintado”[88].
Los anteriores comentarios de Ortega y
Gasset sobre la relación de Velázquez con su pintura nos conducen, una vez más,
al Barroco español como caldo de cultivo del fenómeno taurino. Y nos trasladan,
sin esfuerzo alguno, por un lado al idilio que vive el toreo con la parvedad,
con lo apenas insinuado y nunca excesivamente subrayado, y por otro al
desplante tan torero del ¡Ahí queda eso!, que viene a ser como la rúbrica de lo
único, de lo irrepetible.
Antonio Bienvenida se refería al arte
del toreo como “lo que queda cuando se ha quitado todo lo que sobra”.
“El arte no es sino lo necesario. Le
sobra lo arbitrario, lo que se hace sin necesidad, sólo para epatar, para la
galería: la belleza no nace sino de la eficacia”[89]
Y aquí, de nuevo, surge la paradoja:
Es necesario que la economía de medios del torero, su indigencia, se convierta
en omnipotencia para que la fuerza del toro se convierta en impotencia y pueda
nacer la belleza.
Podríamos decir que el toreo es un
arte minimalista en sus recursos y maximalista en sus efectos sobre el toro.
El arte de la tauromaquia a lo largo
de su historia, podemos verlo como un viaje en búsqueda del gesto justo,
preciso, hasta llegar a la máxima concisión, intentando salvar la embestida del
toro con el mínimo esfuerzo posible.
Este gesto justo y preciso viene de
lejos, pues ya lo encontramos en el lance que anticipa la tauromaquia tal y
como la concebimos en la actualidad: el quiebro.
En el quiebro, piedra angular de la
tauromaquia, el cuerpo del primer “toreador”, quieto y en reposo frente al
toro, ejecuta un ligero movimiento, apenas insinuado, en el momento justo, para
sortear la embestida del toro.
Y, una vez más, surge la paradoja: Cuánto
más parco en movimientos se muestra el torero delante del toro, mayor emoción
transmite a los tendidos. Menos es más, y más belleza.
Pocos toreros han llegado tan lejos en
este sentido como Manolete, que se movía lo mínimo imprescindible para que el
toro girara en torno suyo, inaugurando el nuevo paradigma de la tauromaquia
contemporánea.
ENGAÑAR SIN MENTIR
Torear es engañar a la muerte sin
mentirle.
“Reposado triunfo sobre las asechanzas
de la muerte en constante desafío y burla de ella”[90].
Se trata de un combate desigual, pues
el toro debe morir necesariamente, pero leal. Si el combate fuera desleal, su
práctica sería innoble para el toro, el valor de la vida animal quedaría
reducido al de una cosa.
Así, pues, se debe hacer con respeto
de sus armas naturales. Moralmente, el hombre debe engañar al toro, con el propósito de evitar la cogida, pero
de frente, dejándose “ver” siempre lo más posible, exponiendo siempre el cuerpo
al riesgo de la cornada… En definitiva, poniendo en riesgo su vida.
“En situar su entrega (la del torero)
al nivel de la exigida al toro, radica la ética del toreo y la legitimación del
rito”, escribe José Carlos Arévalo.
Hay una máxima muy barroca que Lope de Vega preconizaba en su Arte nuevo de hacer comedias como gran recurso del teatro de su tiempo: “engañar con la verdad”. ¿Y qué otra cosa es el toreo? Burlar con el “engaño” de la muleta al toro, pero sustentar y justificar esa burla en la “verdad” del valor y la entrega incondicional del torero. Tan sólo puede matar al respetado animal aquél que arriesga su propia vida.
Burlar al toro no es nunca burlarse de
él, como hacerle seguir el engaño no es
engañarle con trampa ni truco, sino en todo caso desengañarle.
“Torear es desengañar al toro, no engañarlo.
Burlarlo; que no es burlarse de él… El torero desengaña al toro como el
torerísimo Don Juan (El Burlador lo
llamó Tirso de Molina) a la mujer: burlándolo. Con burla de veras. Ni el toreo
se burla de la muerte ni Don Juan del amor. Porque desengañan con su verdad
viva. Ninguno de los dos la miente. Los dos la enmascaran de luminosa
transparencia”[91].
“Para que haya engaño y burla
verdaderos y no mentirosos o tramposos tiene que haber suerte. Todo el toreo, para Pepe Hillo, se rige por la mágica palabra
toreadora: suerte. Torear es sortear”[92].
Hacer trampas es lo más peligroso que
se puede hacer en el toreo”, decía Sánchez Mejías
UNA LOCURA MUY CUERDA
Extraña vocación la de torero. En
ellos he querido ver a los herederos que aquellos anónimos labradores de la
Península Ibérica, que hace miles de años arriesgaban sus vidas, intentando
evitar, a base de carreras y de quiebros, que los uros malograran las cosechas
de la comunidad, como de manera magistral nos ha descrito José María Royo en su
libro La fiesta prohibida:
“En la Península Ibérica se dio desde
antiguo otra forma de ascenso individual… Es la excepción ibérica. El común de
villas y lugares empezó a aplaudir con repique y volteo de campanas a cualquier
anónimo del común que pusiera en riesgo la piel, cuando las cosechas dependían
de que pasasen de largo las manadas de toros, sin poner pezuña ni ramoneo en
tierra cultivada, antes de que volvieran al monte de pastos abiertos… Acción de
instinto, decisión fatal, drama que en ocasiones acababa en tragedia de bruces
y en cornada al hilo de una carrera o de un quiebro”[93]
Como alguna vez se ha dicho, hay que
estar loco para querer ser torero pero hay que estar muy cuerdo para serlo de
verdad. Pues no en vano, como nos dirá Domingo Ortega, una de las tareas más
difíciles del torero es “pensar delante de la cara del toro”.
“¿Qué es un matador?... Si no es un
loco, todo antes que un loco nos parece este hombre docto y sesudo que no logra
la maestría de su oficio antes de las primeras canas”[94]
“En esta España nuestra hay una vieja casta de hombres bravos: se les llama toreros y nacen con una ornamental vocación de morir. Ellos, agonistas de un juego mortal e innecesario, son ya, en este mundo sin religión ni héroes, los únicos que prolongan el sentido del rito bajo el sol, en una auténtica liturgia que tiene como coro al pueblo entero”[95]
“Y esa vocación de ser torero es, por
de pronto, una locura. Una locura por cuanto significa poner la vida en
constante peligro, y una locura por cuanto quien la siente, siente que se está
volviendo loco por ser torero”[96]
En otras palabras: Sin duda es una
locura colocarse delante de las astas del toro, pero una vez ahí, la cordura
debe presidir todos los actos del torero.
Frascuelo le dijo a Lagartijo:
“Rafael, tú eres el mejor torero que yo he conocido. Por ti me quito yo la
montera y no me quito la cabeza porque la necesito para torear”
“¿Por qué arriesgarse a cada instante
a recibir una herida y la muerte? ¿Por qué poner en peligro su existencia y su
tranquilidad? Por nada tal vez. ¿Por juego, por desafío, por libertad? Tal vez
se haga algo así sin razón. En todo
caso, no se hace sin creer en ello”[97]
Quizás porque el que se viste de luces
sueña con que alguna tarde llegue hasta sus oídos el grito de ¡Torero! ¡Torero!
“Hay un grito, uno solo, el más alto de la jerarquía del triunfo… Ese grito es simplemente: ¡Torero! ¡Torero!. La mayor gloria para un torero, es decir, para alguien que torea toros, es ser llamado torero. Lo mejor que puede ser un torero es simplemente serlo. (lo cual no deja de ser paradójico). Eso es lo extraño. No tenemos noticia de que del mayor cocinero se diga después de una comida: “Ha estado cocinero”. No tenemos noticia de caso alguno en que se aclame a un artista gritándole: “¡Cantante! ¡Cantante!”, “¡Actor! ¡Actor!”[98].
“El
anacrónico Don Quijote de la Mancha pretende llevar adelante el ideal
caballeresco en un momento histórico en el que eso ya no existe, igual que el
toreo se enfrenta a un toro bravo en una pretensión insólita y fuera de época…
Podría decirse que es legítimo apreciar en Don Quijote una configuración
psicológica y existencial no muy distinta a la del torero, y que el quijotismo
y el taurinismo comparten una misma sublime locura y un mismo aliento
espiritual, que pueden considerarse, por lo demás, consustancialmente
hispánicos”[99].
“A Unamuno, en su Vida de Don Quijote
y Sancho, le encantaba la aventura en la que Don Quijote decide enfrentarse a
un león, y donde el hidalgo demostraba su “valor en seco, sin motivo ni
objetivo”, salvo para contrastar su valentía y para afianzar su fama, como
explica el hidalgo poco después. Es decir, las mismas motivaciones íntimas que
tiene un torero”[100].
“No puede haber una escuela de Belmonte, como no puede haber una escuela de Alonso Quijano. En ellos lo que valía era la divina locura y el dolorido sentir. Dos productos del alma que no pueden embotellarse”[101].
“Sí, por su entrega, por su coraje,
por no importarle recibir las cornadas, Don Quijote es el mejor de los toreros
españoles”[102],
decía Ignacio Sánchez Mejías, que de cornadas sabía mucho, en una conferencia
sobre tauromaquia pronunciada en la Universidad de Columbia, en 1930.
LA TRASCENDENCIA DE LO INTRASCENDENTE
En la
tauromaquia, eso que de forma paradójica consideramos accesorio, si lo pensamos bien, a veces es fundamental. ¿Alguien se
imagina la fiesta de los toros sin el traje de luces? ¿Alguien se imagina a
Joselito el Gallo quejándose de la incomodidad del traje de luces? ¿Se puede
considerar el vestido de torear un simple aditamento o, por el contrario, forma
parte sustancial del rito?
“¿Percibirá
el toro los destellos del traje de luces? No lo podemos saber con certeza, lo
que sí sabemos es que el torero se viste de
luces para enfrentarse a la muerte”[103].
“El toreo es un rito. Es un culto. Y se ponen en juego los detalles. El andar, las salidas, las entradas, el gusto… y parecen cosas insignificantes, ¿no?, pero yo creo que ahí es donde se encuentra la esencia más pura del toreo. Esa es la base… Ese andar, ese torear sin estar dando el muletazo, ese estar en la plaza, ese llenar los espacios… Eso también es toreo y no siempre es la faena… Al final terminas quedándote con unas cuantas cosas, en unos cuantos detalles… A mí el detalle es una cosa que me alimenta", nos comenta el torero Juan Mora
En los toros
nuestra atención no deja de divagar entre lo macro y lo micro. Para el
aficionado a los toros, hasta el más mínimo detalle puede adquirir una enorme
trascendencia a la hora de dar su opinión sobre una corrida de toros. Es capaz
de percibir detalles que incluso en una mala corrida mantienen despierto su
interés.
“En los
toros todo se reduce finalmente a una cuestión de matiz… La atención del
aficionado se dispersa y se recrea en el detalle o, mejor aún, en las
trivialidades. La ciencia del toreo, como la ciencia filosófica, centra su
estudio en aquellos elementos que en principio pueden parecer triviales pero
que, finalmente, son los que nos ayudan a ubicarnos en el mundo… La historia de
la tauromaquia se concibe y toma forma como relato a partir de una larguísima
sucesión de anécdotas. No se puede entender la historia del toreo de otra
manera. Quizá no haya más conocimiento auténtico que el derivado de la anécdota
y lo trivial; lo anecdótico como forma privilegiada de conocimiento, podríamos
decir”[104].
UNA CELEBRACIÓN DE LA
VIDA A COSTA DE LA MUERTE
La corrida
de toros es, entre otras muchas cosas, una celebración del triunfo de la vida
sobre la muerte. De esa vida, que nosotros, sintiéndonos incapaces de ponerla
en juego delante del toro, hemos entregado al héroe, al torero, para que se la
juegue por nosotros.
Quién sabe
si los aplausos que tributamos al torero en su vuelta triunfal tras la muerte
del toro, no son sino la expresión de nuestro sincero agradecimiento por
habernos salvado la vida una vez más, por devolvérnosla tal como se la
entregamos, gracias a su arrojo y a su arte.
“Creo que
cuando Ramón Gaya dice que a los toros no se va a divertirse, está afirmando
que vamos a salvarnos; a aprender a subsistir… Cuando la liturgia acaba en el
drama de morir el toro, los tendidos se sienten salvados con el torero”[105].
“La corrida
es un espectáculo interesante porque pone en evidencia la ligazón del hombre
con la vida y con la muerte, con los instintos primigenios, con la naturaleza,
con la tierra… Cuando se mata al toro estamos directamente cara a cara con la
muerte, que no sólo es pensada e imaginada, sino sentida y percibida de manera
inmediata. Tal vez la puesta en escena de este espectáculo es una manera de
vencer el miedo a la muerte que todo ser vivo experimenta. Es una catarsis”,
escribió el ensayista alemán Ernst Jünger.
“El toreo… Interrogación viva, atroz, ante el hombre y su propio destino. Destino que no es justamente el de morirse sino el de vivir, venciendo –con sus luces de inteligencia o entendimiento o razón, inmortales- al oscuro destino mortal; venciendo y matando a ese toro que es la muerte misma”[106].
“El toro
muere en nuestro lugar esa muerte que él desconoce y nosotros vemos aplazada
gracias al arte. La cruda realidad de la muerte brinda así ocasión para que se
afirme con plena conciencia la gracia de la vida, esa gracia que sólo puede
saborear quien tiene la desgracia de ser mortal. La vida como don de la suerte
y como encanto del corazón, la vida cara a cara frente a la muerte, pero
negándose a perder la cara ante ella”[107].
“Todo arte quiere ser la negación de
la muerte… El toreo, un arte que, de verdad, sin la muleta de la metáfora,
vence a la muerte”[108]
“Los toros son emoción pura, porque su
racionalidad (que la tienen, porque la lidia, en cuanto proceso técnico, tiene
un componente racional muy notable) queda oculta… Los toros son el teatro en el
que el hombre triunfa sobre el miedo y sobre la muerte”[109]
“La auténtica grandeza de las corridas
de toros, interpretadas bajo el crisol de la filosofía vitalista de Nietzsche,
estriba en no ocultar esta dimensión trágica de la vida… Cuando el torero
triunfa nos produce un goce máximo porque nos transporta a todos a un estado
dionisíaco en el que se han aniquilado las barreras usuales de nuestra
existencia”[110]
“Ante el
espectáculo de la muerte la sociedad baila alrededor del tumulto de la vida. En
efecto, la muerte del toro, el rito sacrificial, celebra el triunfo de la vida”[111]
“El toreo…
puro juego que asume, paradójico, la vida y la verdad: la vida verificada, sin
temor, hasta la muerte”[112]
“El toreo ha
cumplido la función aparentemente profana pero honradamente religiosa de
estimular la producción de héroes populares, de héroes que llevasen a buen fin
la renovación mágica de la vida en una de sus expresiones dramáticas más
antiguas: el enfrentamiento con la bestia”[113]
LA MUERTE: UNA
PRESENCIA OCULTA
“España es
el único país donde la muerte es el espectáculo nacional, donde la muerte toca largos clarines a la
llegada de las primaveras”[114].
“La presencia
de la muerte en la fiesta, elemento esencial y constitutivo de ella, pone al
espectador en contacto con la insoslayable cuestión de ser o dejar de ser.
Porque los toros son la parusía de la muerte, son la presencia de la muerte, la
espera de la muerte, el advenimiento de la muerte… No se olvide que el único
acontecimiento en que la muerte es por sí misma espectáculo son los toros”[115]
“Ante los
toros, les españoles revalidan la sabiduría irracional de que sólo el
aventurero y burlador de la muerte vive de modo superior a los demás. Por esta
razón el torero es símbolo de la hombría heroica”[116]
“La muerte
de cada toro es una tragedia en sí misma. La tragedia redime hasta una mala
corrida de toros de la misma manera que, hasta en una buena corrida, la muerte
del toro es trágica… La corrida de toros representa una filosofía particular de
la muerte, que es uno de los elementos fundamentales de la cultura española”[117]
“Los Toros son, sin duda, la respuesta
irracional a una pretendida racionalidad… Contra ellos poco o nada podían hacer
lo timoratos bienpensantes del XVIII, salvo contemplar unas veces con mal
disimulada admiración y otras con sincero horror cómo, en el duelo mortal
recién inaugurado, algunos de sus compatriotas convertían la muerte propia y la
del astado en el más increíble de los espectáculos”[118]
“La muerte
callada. La muerte se esconde y la muerte se calla… El toreo se trasciende por
la invisible presencia mítica y sagrada de la muerte; porque sacraliza y
mitifica a su víctima, el toro, y a la vez, a su victimario, el torero… En una
palabra porque sacraliza mitifica todo
el juego y arte y fiesta de la corrida por y contra la muerte”[119].
“Lo que le confiere a la corrida un
valor singular, es la propia faena del torero, esencialmente trágica: todas las
acciones ejecutadas sobre el ruedo no sin sino preparativos técnicos y
ceremoniales para proceder a infringir, en público, la muerte a un semidiós
bestial: el toro bravo”[120]
Sin la presencia amenazante de la muerte no hay arte
del toreo que valga.
El público sigue acudiendo a las
plazas para ver cómo un hombre se enfrenta a la muerte, no con el deseo de que
su muerte ocurra pero sí a sabiendas de que puede ocurrir.
El toreo es una ceremonia en la que el
toro debe morir. La muerte del toro, como parte esencial de la función, ya está
anunciada en los carteles. Como “Toros de muerte” se anuncian las corridas en
los carteles antiguos.
No así la muerte del torero, que no
constituye en ningún caso un acontecimiento taurómaco; carece de significado
alguno dentro del contexto simbólico de la fiesta. La cogida mortal no debe
acontecer, jamás debería ser vista. Y sin embargo, y de nuevo la paradoja, como
acertadamente apunta Francis Wolff: “La única justificación ética de la muerte
del toro es el peligro de muerte del torero”[121]
“En el espectáculo mágico de la
corrida, la presencia de la muerte está exclusivamente vinculada al toro, y al
torero, las luces de razón irracional, que se encienden y se apagan en su traje
enmascarador, le disfrazan de inmortalidad”[122].
“La corrida es algo más que un simple
deporte debido al carácter trágico que la estremece, doblemente trágico, sin
duda, puesto que, en la ceremonia, no sólo hay oblación del oficiado sino
también riesgo de muerte para el oficiante”[123]
Se trata, eso sí, de un riesgo extremo
que, una vez asumido y sublimado gracias al arte de torear, el diestro debe
hacer pasar desapercibido para el público.
“Los grandes matadores son aquellos
que enfrentados a un riesgo extremo son capaces de jugar con la muerte hasta el
punto de hacerla pasar desapercibida para el público”[124]
De hecho, la no prevista muerte del
torero interrumpe bruscamente, hasta el punto de privarla de sentido, esa
ceremonia, esa celebración del triunfo de la vida sobre la muerte, que es parte
esencial del toreo.
“Cuando la liturgia acaba en tragedia,
que es la muerte del torero, muere también el tendido, que muerte es tener que
decir yo estaba allí. Es imposible
dejar de recordar el trance. Por esa razón, para continuar viviendo, el asiduo
a los tendidos tiene la licencia y el derecho a no querer ver la sangre de Ignacio sobre la arena”[125]
La muerte es como ese invitado
aguafiestas, que todo el mundo desearía que no se presentara, o al menos que se hiciera invisible, pero
que, sabiéndose imprescindible, siempre acude puntual a la fies
MÁS CERCA. MÁS LEJOS
El torero,
como héroe estoico que es, debe desprenderse del “apego a la vida”, ese pesado
lastre que le impide volar alto, y que tan familiar nos resulta al resto de los
mortales.
“El
estoicismo… No hay doctrina que más convenga al ejercicio de la tauromaquia, un
arte que se basa en lo que el estoicismo procura: el acrisolamiento de la
personalidad… Para el sabio estoico, como para el torero, la victoria más alta
es sobre sí mismo… porque, como bien decía el viejo Séneca, el hombre cuyo
ánimo es digno de eternidad es el que mantiene la tranquilidad en medio de la tormenta”[126].
El
magnánimo, nos dice Aristóteles, es capaz de poner sin titubear en riesgo su
vida, porque, comparada con bienes superiores, “la vida no tiene tanto valor
que se la deba conservar a todo trance”.
“El torero,
por su propia relación con el toro, se ha impregnado de los valores
dionisíacos: renuncia a la vida, la desprecia… como ejemplo paradigmático de
que es su señor… desprecia lo más amado y se mantiene en el ruedo hasta
desfallecer… Nadie en el desempeño de sus labores profesionales o en su
actividad artística está obligado a ser un héroe, salvo los toreros”[127]
El torero necesita
rozarse con la muerte, para así poder sobrevolarla; hasta el punto de que en el
caso que ésta le alcance, llegar a envolverse en los ropajes de la
inmortalidad.
“Para
alejarse de la muerte es preciso que el torero se roce con ella… Joselito está
más vivo que todos nosotros”, declara Ignacio Sánchez Mejías, tras la muerte
del maestro.
Me imagino a
Juan Belmonte, tras la muerte de su amigo José, demorándose largas horas por
estos pagos, hasta llegar a confesarnos que “donde José me ganó la partida fue
en Talavera”.
“Dentro de
la concepción general de la ética taurina
como ética antigua, que se aleja por completo de los patrones de conducta
actuales, hay una corriente filosófica de la cultura clásica que le conviene
por entero y a la que fácilmente y de modo natural puede adscribirse: el
estoicismo… No hay doctrina que más convenga al ejercicio de la tauromaquia, un
arte que se basa en lo que el estoicismo procura: el acrisolamiento de la
personalidad… Para el sabio estoico, como para el torero, la victoria más alta
es sobre sí mismo… porque, como bien decía el viejo Séneca, el hombre cuyo
ánimo es digno de eternidad es el que mantiene la tranquilidad en medio de la tormenta”[128]
“Ser torero
es mostrarse estoico. Mantener una actitud más distante de lo que ocurra cuanto
más cerca se esté del alcance de los pitones que llegan… Se trata de una paradoja
esencial: la distancia moral del héroe o del sabio respecto a la adversidad es
tanto mayor cuanto más reducida es la distancia física del adversario… El
torero debe rozar el toro o la muerte para poder mostrarse despegado… Esta
paradoja es la del desapego: El sabio
–o el torero- sólo puede dar prueba de su indiferencia ante la muerte a
condición de provocarla… Para aumentar la distancia metafórica que lo separa de
la muerte, debe acortar la distancia literal que lo separa de los cuernos. Sólo
puede mostrarse indiferente a lo que le llega procedente del toro a condición
de que le llegue casi encima”[129].
LA PARADOJA DEL
COMEDIANTE
“El torero,
al igual que el actor, el trapecista, no ve, no escucha, es incapaz de percibir
su actuación: la vive, la siente, la imagina incluso con emoción. Se pone en
situación y efectúa un desarrollo de la misma según el certero planteamiento de
Diderot en La paradoja del comediante;
como sujeto actuante del espectáculo le está estructuralmente vedado ser su propio público. Si lo intentara
tendría para ello que interrumpir dicha actuación, aunque fuera de forma
momentánea… El proceso dialógico actor-espectador puede dar lugar a una temible
paradoja. Y es que el torero o el actor se debaten en un dilema: desarrollar su
actuación de acuerdo con sus planteamientos y su análisis y atender los
requerimientos del público, amoldarse a sus exigencias.
Ni siquiera el éxito suprime el conflicto. El torero puede ser impelido a
prolongar excesivamente la faena, intentar otra serie de naturales innecesaria, apartarse en fin de la racionalidad de la
lidia”[130]
“En muchas
ocasiones vemos que el torero se enfrenta al público porque, para interpretar y
sentir su toreo, debe romper con el gusto del público… Es el torero quien debe
reinventar al público con su faena; nunca debería suceder al revés… Sin
embargo, hay muchos toreros que son reinventados constantemente por el público…
Un público que, entendido como masa, siempre, en cualquier caso, está
adocenado. El torero que se deja reinventar constantemente por el público acaba
de alguna manera adocenado él también”[131]
[1] Wolff,
Francis. Seis claves del arte de torear. Ed. Bellaterra, 2013.
[2]
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[11] Pradel, Antonio. El gesto justo. Ed. Bellaterra, 2014
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[21] García
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[22] Ortega y Gasset, José. Velázquez. Ed. Espasa-Calpe, 1963
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[26] Sánchez
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[93] Royo Arpón, José María. La fiesta prohibida. Ed. Altera, 2000
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[95] Álvarez
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[96] Sureda,
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[97] Wolff,
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[98] Wolff, Francis. Filosofía de las corridas de toros. Ed. Bellaterra, 2010
[99] García
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[100]García Gibert, Javier. A la luz del toreo. Ed. Minerva, 2018
[101] Fernández Valdemoro, Carlos. “Pepe Alameda”. Los heterodoxos del toreo. Ed. Espasa-Calpe, 2002
[102]
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Columbia, 1930
[103]
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[104] Pradel, Antonio. El gesto justo. Ed. Bellaterra, 2014
[105] Royo Arpón, José María. La fiesta prohibida. Ed. Altera, 2000
[106] Bergamín, José. La claridad del toreo. Ed. Turner, 1987
[107] Savater, Fernando. Tauroética. Ed. Turpial, 2011
[108]
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[109]
Sánchez Álvarez-Insúa, Alberto. Toros y sociedad en el siglo XVIII. Revista de
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[110] Gil González, Juan Carlos. Los valores nietzscheanos de las corridas de toros, 2010
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